domingo, 20 de septiembre de 2015

La tiranía del reloj [George Woodcock]

No hay ninguna característica que separe con mayor claridad la sociedad que ahora existe en Occidente de las antiguas sociedades, tanto europeas como orientales, que su concepto de tiempo. Para los antiguos chinos y griegos, para los pastores árabes o los actuales peones mejicanos, el tiempo queda representado por los procesos cíclicos de la naturaleza, la alternancia de la noche y el día, el paso de una estación a la siguiente. Los nómadas y granjeros medían y aún miden su día desde el amanecer hasta la puesta de sol, y su año en términos de siembra y cosecha, de caída de las hojas y de deshielo de lagos y ríos. El granjero trabajaba según los elementos, el artesano durante todo el tiempo que le pareciera preciso para la perfección de su producto. El tiempo era visto como un proceso de cambios naturales, y la humanidad no se preocupaba por la exactitud con que fuera medido. Por este motivo, unas civilizaciones altamente desarrolladas en otros aspectos dedicaban instrumentos sumamente primitivos para el cómputo del tiempo: el reloj de arena o de gotas de agua, el reloj de sol, inútil en los días nublados, y las velas y candiles, cuyo remanente de aceite o cera indicaba las horas. Todos estos utensilios, aproximativos e inexactos, devenían con frecuencia inútiles a causa del clima o del grado de pereza de la persona a su cargo. En ninguna parte del mundo de la Antigüedad o del Medioevo se hallará sino una minoría de hombres que se preocupe por el tiempo en términos de exactitud matemática. El hombre moderno, occidental, habita sin embargo un mundo regido por los símbolos mecánicos y matemáticos del tiempo cronometrado. El reloj dicta sus movimientos e inhibe sus acciones. El reloj transforma el tiempo, que pasa de ser un proceso natural a una mercancía que puede ser medida, comprada y vendida como si de jabón o pasas se tratara. Y debido a que sin los medios para medir con precisión el tiempo nunca se hubiera llegado a desarrollar el capitalismo industrial ni podría seguir explotando a los trabajadores, el reloj representa un elemento de tiranía mecánica en las vidas de los hombres modernos mucho más poderoso que cualquier explotador en tanto individuo o que cualquier otra máquina. Es de utilidad recordar el proceso histórico mediante el cual el reloj ha influido en el desarrollo social de la civilización europea moderna.

Es un hecho frecuente en la historia que una cultura o civilización desarrolle la herramienta que posteriormente será propiciará su destrucción. Los antiguos chinos, por ejemplo, inventaron la pólvora, la cual fue desarrollada por los expertos militares de occidente y eventualmente condujo a la destrucción de la propia civilización china mediante los fuertes explosivos del armamento bélico moderno. Del mismo modo, el logro supremo del ingenio de los artesanos de las ciudades medievales europeas fue la invención del reloj mecánico, que, al trastocar revolucionariamente el concepto de tiempo, colaboraron materialmente con el crecimiento del capitalismo explotador y a la destrucción de la cultura medieval.

Según algunos relatos, el reloj apareció en el siglo XI, como dispositivo para hacer sonar las campanas a intervalos regulares en los monasterios, los cuales, con la vida organizada que imponían a sus internos, fueron el modelo más próximo de la edad media a las actuales fábricas. El primer reloj propiamente dicho, no obstante, apareció en el siglo XIII, y tan sólo a partir del siglo XIV comenzaron los relojes a adornar las fachadas de los edificios públicos de las ciudades alemanas.

Estos relojes primerizos impulsados pesas no eran especialmente precisos, y no se alcanzó un cierto grado de fiabilidad hasta el siglo XVI. Por ejemplo, se dice que el primer reloj preciso de Inglaterra fue el de Hampton Court, fabricado en 1540. E incluso la precisión de los relojes del siglo XVI resulta relativa, dado que sólo estaban equipados con manecillas para las horas. Ya en el siglo XIV habían pensado los primeros matemáticos en medir el tiempo en minutos y segundos, pero con la invención del péndulo en 1657 se obtuvo la precisión necesaria para la adición de una manecilla que señalara los minutos, mientras que la manecilla destinada a los segundos no fue introducida hasta el siglo XVIII. Ambos siglos, se observará, son aquellos en que el capitalismo creció en tal grado que le fue posible aprovechar la tecnología de la revolución industrial para así establecer su dominio sobre la sociedad.

El reloj, como ha señalado Lewis Mumford, representa la maquinaria cardinal de la era de la maquinaria, tanto por su influencia sobre la tecnología como por su influencia en las costumbres humanas. Técnicamente, el reloj fue la primera máquina auténticamente automática que adquirió verdadera importancia en la vida de las personas. Antes de su invención, las máquinas habituales eran de tal naturaleza que su manejo dependía de alguna fuerza externa y de escasa fiabilidad, como la musculatura humana o animal, el agua o el viento. Es cierto que los griegos habían inventado ciertos mecanismos automáticos primitivos, pero sólo se los empleaba, como ocurría con la máquina de vapor de Herón, para procurar efectos “sobrenaturales” en los templos o para entretener a los tiranos de las ciudades orientales. Pero el reloj fue la primera máquina automática que consiguió importancia pública y una función social. La fabricación de relojes se convirtió en la industria a partir de la cual fueron aprendidos los rudimentos de la fabricación de máquinas y se obtuvo la habilidad técnica necesaria para la revolución industrial.

Socialmente el reloj tuvo una influencia más radical que la de cualquier otra máquina, en tanto era el medio por el cual se podía obtener mejor la regularización y organización de la vida necesaria para un sistema industrial de explotación. El reloj proporcionaba los medios para que el tiempo —una categoría tan elusiva que ningún filósofo ha podido hasta el momento determinar su naturaleza— pudiera ser medido concretamente en los términos tangibles del espacio representado como circunferencia por la esfera de un reloj. Se dejó de considerar el tiempo como duración, comenzándose a hablar y pensar permanentemente de “tramos” de tiempo, como si se estuviera hablando de retales de tela. Y el tiempo, ahora mensurable en símbolos matemáticos, pasó a ser visto como una mercancía que podía ser comprada y vendida del mismo modo que cualquier otra.

Los nuevos capitalistas, en particular, devinieron rabiosamente conscientes del tiempo. El tiempo, que en este caso quería decir el trabajo de los obreros, era visto por ellos casi como si constituyera la materia prima principal de la industria. “El tiempo es dinero” se convirtió en uno de los eslóganes cruciales de la ideología capitalista, y oficial cronometrador fue el más representativo de los empleos creados por la administración capitalista.

En las primeras fábricas los patronos llegaron a manipular sus relojes o a hacer sonar las sirenas en momentos distintos a los indicados a fin de defraudar a sus trabajadores esta valiosa y nueva mercancía. Más adelante semejantes prácticas se hicieron menos frecuentes, pero la influencia del reloj impuso una regularidad en las vidas de la mayoría que previamente sólo se había conocido dentro de los monasterios. Las personas pasaron a ser de hecho similares a relojes, actuando con una regularidad repetitiva carente de parecido con la vida rítmica de un ser natural. Pasaron a ser, como reza el dicho victoriano, “puntuales como relojes”. Únicamente en los distritos rurales, donde las vidas naturales de animales y plantas y los elementos aún dominaban la vida podía librarse una parte mayoritaria de la población de sucumbir al mortífero tic-tac de la monotonía.

En un principio esta nueva actitud ante el tiempo, esta nueva regularidad de la vida, fue impuesta por los señores propietarios de relojes sobre los pobres, que se resistían a ella. El esclavo industrial reaccionaba en su tiempo libre viviendo en una caótica irregularidad que caracterizaba las barriadas empapadas en ginebra del industrialismo de principios del siglo XIX. Se huía hacia un mundo sin tiempo de bebida o de inspiración metodista. Pero gradualmente la idea de regularidad se fue extendiendo hasta llegar a las capas más bajas de los obreros. La religión del siglo XIX y la moral desempeñaron un papel nada desdeñable al proclamar que “perder el tiempo” era un pecado. La introducción de relojes y relojes de bolsillo producidos masivamente en los años 1850 extendió la conciencia del tiempo entre aquellos que previamente habían meramente reaccionado al estímulo de unos golpes en la puerta o de la sirena de la fábrica. En la iglesia y en la escuela, en la oficina y en el taller, se consideraba la puntualidad la mayor de las virtudes.

A partir de esta esclava dependencia del tiempo mecánico, que se extendió insidiosamente por todas las clases en el siglo XIX, creció la desmoralizadora regimentación de la vida que caracteriza el trabajo industrial de nuestros días. El hombre que no se adapta a ella se aboca a la censura de la sociedad y la ruina económica. El trabajador que llegue con retraso a la fábrica perderá su trabajo e incluso, en los días en que nos encontramos, puede verse encarcelado.[1] Las comidas presurosas, el periódico apiñarse en trenes y autobuses cada mañana y cada tarde, la tensión de tener que trabajar de acuerdo con horarios, todo ello contribuye a los desórdenes digestivos y nerviosos, a la ruina de la salud y a la brevedad de las vidas.

Tampoco puede decirse que, a largo plazo, la imposición financiera de regularidad conduzca a un mayor grado de eficacia. De hecho, la calidad de los productos es habitualmente muy inferior, debido a que el patrón, al considerar el tiempo una mercancía por la cual ha de pagar, obliga a sus operarios a mantener tal velocidad que necesariamente han de escatimar su trabajo. El criterio principal es preferir la cantidad a la calidad, y del trabajo en sí mismo desaparece todo disfrute. El trabajador no hace sino vigilar el reloj, preocupado únicamente por el momento en que pueda escaparse hacia el magro y monótono ocio de la sociedad industrial, en que se dedica a “matar el tiempo” atracándose de goces tan planificados y mecanizados como el cine, la radio y los periódicos en la medida que su salario y su cansancio se lo permitan. Únicamente si es capaz de aceptar los riesgos de vivir conforme a sus convicciones o su ingenio puede un hombre sin dinero salvarse de vivir como un esclavo del reloj.

El problema del reloj es, en general, similar al de la máquina. El tiempo mecánico es valioso como medio para coordinar las actividades en una sociedad altamente desarrollada, lo mismo que una máquina es valiosa como medio de reducir el trabajo innecesario al mínimo. Tanto el uno como la otra son valiosos por la contribución que realizan al buen curso de la sociedad, y sólo han de utilizarse en la medida en que sirvan a la humanidad para eliminar eficientemente entre todos el esfuerzo monótono y la confusión social. Pero no ha de permitirse que ninguno de los dos dominen la vida de las personas como ocurre hoy día.

Por ahora el movimiento del reloj establece el ritmo de las vidas humanas. El hombre se convierte en un criado del concepto de tiempo que él mismo ha creado, y en cuyo temor se le mantiene, como le sucedió a Frankenstein con su propio monstruo. En una sociedad cuerda y libre, semejante dominación de las funciones humanas por relojes y máquinas sería, como es obvio, impensable. La dominación del hombre por una creación del hombre resulta incluso más ridícula que la dominación del hombre por el hombre. El tiempo mecánico sería relegado a su verdadera función de instrumento para la referencia y coordinación, y la humanidad recobraría una visión equilibrada de la vida, que ya no estaría dominada por la adoración al reloj. Una plena libertad implica la liberación de la tiranía de abstracciones del mismo modo que rechaza las reglas humanas.

Notas

[1] El autor se refiere, evidentemente, a las regulaciones de guerra vigentes en el momento de la publicación de este artículo en War Commentary. Nota del ed.

El orden reina en Berlín

(14 de enero de 1919)


Escrito en alemán por Rosa Luxemburgo el 14 de enero de 1919, la víspera de ser asesinada por los soldados de la Caballería de la Guardia d el Gobierno del SPD. Editado digitalmente para la Red Vasca Roja, con cuyo permiso aparece aquí, por Justo de la Cueva en mayo de 1997. Formato recodificado para el MIA por Juan R. Fajardo en octubre de 1999.
"El orden reina en Varsovia", anunció el ministro Sebastiani a la Cámara de París en 1831 cuando, después de haber lanzado su terrible asalto sobre el barrio de Praga, la soldadesca de Paskievitch había entrado en la capital polaca para dar comienzo a su trabajo de verdugos contra los insurgentes.
"¡El orden reina en Berlín!", proclama triunfante la prensa burguesa, proclaman Ebert y Noske, proclaman los oficiales de las "tropas victoriosas2 a las que la chusma pequeñoburguesa de Berlín acoge en las calles agitando sus pañuelos y lanzando sus ¡hurras! La gloria y el honor de las armas alemanas se han salvado ante la historia mundial. Los lamentables vencidos de Flandes y de las Ardenas han restablecido su renombre con una brillante victoria sobre...los 300 "espartaquistas" del Vorwärts. Las gestas del primer y glorioso avance de las tropas alemanas sobre Bélgica, las gestas del general von Emmich, el vencedor de Lieja, palidecen ante las hazañas de Reinhardt y Cía., en las calles de Berlín. Parlamentarios que habían acudido a negociar la rendición del Vorwärts asesinados, destrozados a golpes de culata por la soldadesca gubernamental hasta el punto de que sus cadáveres eran completamente irreconocibles, prisioneros colgados de la pared y asesinados de tal forma que tenían el cráneo roto y la masa cerebral esparcida: ¿quién piensa ya a la vista de estas gloriosas hazañas en las vergonzosas derrotas ante franceses, ingleses y americanos? "Espartaco" se llama el enemigo y Berlín el lugar donde nuestros oficiales entienden que han de vencer. Noske, el "obrero", se llama el general que sabe organizar victorias allí donde Ludendorff ha fracasado.

¿Cómo no pensar aquí en la borrachera de victoria de la jauría que impuso el "orden" en París, en la bacanal de la burguesía sobre los cadáveres de los luchadores de la Comuna? ¡Esa misma burguesía que acaba de capitular vergonzosamente ante los prusianos y de abandonar la capital del país al enemigo exterior para poner pies en polvorosa como el último de los cobardes! Pero frente a los proletarios de París, hambrientos y mal armados, contra sus mujeres e hijos indefensos, ¡cómo volvía a florecer el coraje viril de los hijitos de la burguesía, de la "juventud dorada", de los oficiales! ¡Cómo se desató la bravura de esos hijos de Marte humillados poco antes ante el enemigo exterior ahora que se trataba de ser bestialmente crueles con indefensos, con prisioneros, con caídos!

"¡El orden reina en Varsovia!", "¡El orden reina en París!", "¡El orden reina en Berlín!", esto es lo que proclaman los guardianes del "orden" cada medio siglo de un centro a otro de la lucha histórico-mundial. Y esos eufóricos "vencedores" no se percatan de que un "orden" que periódicamente ha de ser mantenido con esas carnicerías sangrientas marcha ineluctablemente hacia su fin. ¿Qué ha sido esta última "Semana de Espartaco" en Berlín, qué hatraído consigo, qué enseñanzas nos aporta? Aun en medio de la lucha, en medio del clamor de victoria de la contrarrevolución han de hacer los proletarios revolucionarios el balance de lo acontecido, han de medir los acontecimientos y sus resultados según la gran medida de la historia. La revolución no tiene tiempo que perder, la revolución sigue avanzando hacia sus grandes metas aún por encima de las tumbas abiertas, por encima de las "victorias" y de las "derrotas". La primera tarea de los combatientes por el socialismo internacional es seguir con lucidez sus líneas de fuerza, sus caminos.

¿Podía esperarse una victoria definitiva del proletariado revolucionario en el presente enfrentamiento, podía esperarse la caída de los Ebert-Scheidemann y la instauración de la dictadura socialista? Desde luego que no si se toman en consideración la totalidad de los elementos que deciden sobre la cuestión. La herida abierta de la causa revolucionaria en el momento actual, la inmadurez política de la masa de los soldados, que todavía se dejan manipular por sus oficiales con fines antipopulares y contrarrevolucionarios, es ya una prueba de que en el presente choque no era posible esperar una victoria duradera de la revolución. Por otra parte, esta inmadurez del elemento militar no es sino un síntoma de la inmadurez general de la revolución alemana.

El campo, que es de donde procede un gran porcentaje de la masa de soldados, sigue sin estar apenas tocado por la revolución. Berlín sigue estando hasta ahora prácticamente asilado del resto del país. Es cierto que en provincias los centros revolucionarios -Renania, la costa norte, Braunschweig, Sajonia, Württemberg- están con cuerpo y alma al lado de los proletarios de Berlín. Pero lo que sobre todo falta es coordinación en la marcha hacia adelante, la acción común directa que le daría una eficacia incomparablemente superior a la ofensiva y a la rapidez de movilización de la clase obrera berlinesa. Por otra parte, las luchas económicas, la verdadera fuerza volcánica que impulsa hacia adelante la lucha de clases revolucionaria, están todavía -lo que no deja de tener profundas relaciones con las insuficiencias políticas de la revolución apuntadas- en su estadio inicial.

De todo esto se desprende que en este momento era imposible pensar en una victoria duradera y definitiva. ¿Ha sido por ello un "error" la lucha de la última semana? Sí, si se hubiera tratado meramente de una "ofensiva " intencionada, de lo que se llama un "putsch". Sin embargo, ¿cuál fue el punto de partida de la última semana de lucha? Al igual que en todos los casos anteriores, al igual que el 6 de diciembre y el 24 de diciembre: ¡una brutal provocación del gobierno! Igual que el baño de sangre a que fueron sometidos manifestantes indefensos de la Chausseestrasse e igual que la carnicería de los marineros, en esta ocasión el asalto a la jefatura de policía de Berlín fue la causa de todos los acontecimientos posteriores. La revolución no opera como le viene en gana, no marcha en campo abierto, según un plan inteligentemente concebido por los "estrategas". Sus enemigos también tienen la iniciativa, sí, y la emplean por regla general más que la misma revolución.

Ante el hecho de la descarada provocación por parte de los Ebert-Scheidemann, la clase obrera revolucionaria se vió obligada a recurrir a las armas. Para la revolución era una cuestión de honor dar inmediatamente la más enérgica respuesta al ataque, so pena de que la contrarrevolución se creciese con su nuevo paso adelante y de que las filas revolucionarias del proletariado y el crédito moral de la revolución alemana en la Internacional sufriesen grandes pérdidas.

Por lo demás, la inmediata resistencia que opusieron las masas berlinesas fue tan espontánea y llena de una energía tan evidente que la victoria moral estuvo desde el primer momento de parte de la "calle".

Pero hay una ley vital interna de la revolución que dice que nunca hay que pararse, sumirse en la inacción, en la pasividad después de haber dado un primer paso adelante. La mejor defensa es el ataque. Esta regla elemental de toda lucha rige sobre todos los pasos de la revolución. Era evidente -y haberlo comprendido así testimonia el sano instinto, la fuerza interior siempre dispuesta del proletariado berlinés- que no podía darse por satisfecho con reponer a Eichhorn en su puesto. Espontáneamente se lanzó a la ocupación de otros centros de poder de la contrarrevolución: la prensa burguesa, las agencias oficiosas de prensa, el Vorwärts. Todas estas medidas surgieron entre las masas a partir del convencimiento de que la contrarrevolución, por su parte, no se iba a conformar con la derrota sufrida, sino que iba a buscar una prueba de fuerza general.

Aquí también nos encontramos ante una de las grandes leyes históricas de la revolución frente a la que se estrellan todas las habilidades y sabidurías de los pequeños "revolucionarios" al estilo de los del USP, que en cada lucha sólo se afanan en buscar una cosa, pretextos para la retirada. Una vez que el problema fundamental de una revolución ha sido planteado con total claridad -y ese problema es en esta revolución el derrocamiento del gobierno Ebert-Scheidemann, en tanto que primer obstáculo para la victoria del socialismo- entonces ese problema no deja de aparecer una y otra vez en toda su actualidad y con la fatalidad de una ley natural; todo episodio aislado de la lucha hace aparecer el problema con todas sus dimensiones por poco preparada que esté la revolución para darle solución, por poco madura que sea todavía la situación. "¡Abajo Ebert-Scheidemann!", es la consigna que aparece inevitablemente a cada crisis revolucionaria en tanto que única fórmula que agota todos los conflictos parciales y que, por su lógica interna, se quiera o no, empuja todo episodio de lucha a su mas extremas consecuencias.

De esta contradicción entre el carácter extremo de las tareas a realizar y la inmadurez de las condiciones previas para su solución en la fase inicial del desarrollo revolucionario resulta que cada lucha se salda formalmente con una derrota. ¡Pero la revolución es la única forma de "guerra" -también es ésta una ley muy peculiar de ella- en la que la victoria final sólo puede ser preparada a través de una serie de "derrotas"!

¿Qué nos enseña toda la historia de las revoluciones modernas y del socialismo? La primera llamarada de la lucha de clases en Europa, el levantamiento de los tejedores de seda de Lyon en 1831, acabó con una severa derrota. El movimiento cartista en Inglaterra también acabó con una derrota. La insurrección del proletariado de París, en los días de junio de 1848, finalizó con una derrota asoladora. La Comuna de París se cerró con una terrible derrota. Todo el camino que conduce al socialismo -si se consideran las luchas revolucionarias- está sembrado de grandes derrotas.

Y, sin embargo, ¡ese mismo camino conduce, paso a paso, ineluctablemente, a la victoria final! ¡Dónde estaríamos nosotros hoy sin esas "derrotas", de las que hemos sacado conocimiento, fuerza, idealismo! Hoy, que hemos llegado extraordinariamente cerca de la batalla final de la lucha de clases del proletariado, nos apoyamos directamente en esas derrotas y no podemos renunciar ni a una sola de ellas, todas forman parte de nuestra fuerza y nuestra claridad en cuanto a las metas a alcanzar.

Las luchas revolucionarias son justo lo opuesto a las luchas parlamentarias. En Alemania hemos tenido, a lo largo de cuatro decenios, sonoras "victorias" parlamentarias, íbamos precisamente de victoria en victoria. Y el resultado de todo ello fue, cuando llegó el día de la gran prueba histórica, cuando llegó el 4 de agosto de 1914, una aniquiladora derrota política y moral, un naufragio inaudito, una bancarrota sin precedentes. Las revoluciones, por el contrario, no nos han aportado hasta ahora sino graves derrotas, pero esas derrotas inevitables han ido acumulando una tras otra la necesaria garantía de que alcanzaremos la victoria final en el futuro.

¡Pero con una condición! Es necesario indagar en qué condiciones se han producido en cada caso las derrotas. La derrota, ¿ha sobrevenido porque la energía combativa de las masas se ha estrellado contra las barreras de unas condiciones históricas inmaduras o se ha debido a la tibieza, a la indecisión, a la debilidad interna que ha acabado paralizando la acción revolucionaria?

Ejemplos clásicos de ambas posibilidades son, respectivamente, la revolución de febrero en Francia y la revolución de marzo alemana. La heroica acción del proletariado de París en 1848 ha sido fuente viva de energía de clase para todo el proletariado internacional. por el contrario las miserias de la revolución de marzo en Alemania han entorpecido la marcha de todo el moderno desarrollo alemán igual que una bola de hierro atada a los pies. Han ejercido su influencia a lo largo de toda la particular historia de la Socialdemocracia oficial alemana llegando incluso a repercutir en los más recientes acontecimientos de la revolución alemana, incluso en la dramática crisis que acabamos de vivir.

¿Qué podemos decir de la derrota sufrida en esta llamada Semana de Espartaco a la luz de las cuestiones históricas aludidas más arriba? ¿Ha sido una derrota causada por el ímpetu de la energía revolucionaria chocando contra la inmadurez de la situación o se ha debido a las debilidades e indecisiones de nuestra acción?
¡Las dos cosas a la vez! El carácter doble de esta crisis, la contradicción entre la intervención ofensiva, llena de fuerza, decidida, de las masa berlinesas y la indecisión, las vacilaciones, la timidez de la dirección ha sido uno de los datos peculiares del más reciente episodio.

La dirección ha fracasado. Pero la dirección puede y debe ser creada de nuevo por las masas y a partir de las masas. Las masas son lo decisivo, ellas son la roca sobre la que se basa la victoria final de la revolución. Las masas han estado a la altura, ellas han hecho de esta "derrota" una pieza más de esa serie de derrotas históricas que constituyen el orgullo y la fuerza del socialismo internacional. Y por eso, del tronco de esta "derrota" florecerá la victoria futura.

"¡El orden reina en Berlín!", ¡esbirros estúpidos! Vuestro orden está edificado sobre arena. La revolución, mañana ya "se elevará de nuevo con estruendo hacia lo alto" y proclamará, para terror vuestro, entre sonido de trompetas:

¡Fui, soy y seré!

viernes, 18 de septiembre de 2015

Auto-disolución de la organización político-militar dicha MIL


Agosto 1973 – Se reúne el Congreso del MIL aprobando su auto-disolución como medida previa a la creación y consolidación de una nueva organización de combate: los GAC Transcribimos íntegramente el texto resolutivo de dicho congreso publicado en el número 2 de CIA

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Auto-disolución de la organización político-militar dicha MIL(CIA Nº 2)

Congreso 1973:

AUTO-DISOLUCIÓN DE LA ORGANIZACIÓN POLÍTICO-MILITAR DICHA MIL

Tras el fracaso de la revolución internacional de 1848 y a partir de la ideologización de su teoría, se preveía para fines de siglo la imposibilidad del sistema del Capital para reproducirse.

De acuerdo con dicha teoría, los órganos soberanos de la lucha de clases y de la revolución socialista eran dos:

* los sindicatos reformistas * los partidos reformistas al mando de dichos sindicatos y aplicando en su nombre una práctica política de participación en el parlamente burgués.

Pero en realidad, el reformismo (partidos y sindicatos), sólo servía para reforzar la subsistencia del sistema.

A principios de siglo pudo constatarse que el Capital se reproducía -contra la previsión de los teóricos del Movimiento obrero- y que por consiguiente:

* el reformismo era totalmente incapaz de eliminar el sistema de Capital mediante la sola dinámica del problema de su reproducción (crisis del sistema capitalista: Bélgica 1904, Rusia 1905, Bélgica 1906, teorización de la huelga salvaje por la Izquierda Alemana, estallido de la guerra imperialista 1914-1918, Rusia 1917, Alemania 1918-1919, Hungría 1919, Italia 1920, fascismos, crisis del 29, etc…) * quedaba así claro que ni partidos parlamentarios ni sindicatos reformistas eran los órganos de la revolución social sino tan sólo de la contrarrevolución del Capital (Alemania 1919, Hungría 1919, Rusia 1921, etc…)

La revolución socialista sólo es frenada por partidos parlamentarios y sindicatos reformistas, y además se ve impuesta –con o sin reproducción del Capital- una práctica anti-reformista, es decir, partidaria en su acción del anti-parlamentarismo y de la organización de clase (sindicalismo revolucionario, barricadas, terrorismo, consejos obreros, etc…).

Después de las consecuencias últimas de la Crisis Mundial (fascismos, crack del 29, guerra inter-imperialista 1939-1945, reconstrucción de las [sic] post-guerra, posibilitar con ello una nueva reconstrucción del Capital en tan críticos momentos hasta la siguiente crisis de la reproducción del Capital, etc…), después de ver limitados los objetivos de lucha anticapitalista a sólo los de lucha antifascista, se plantea de nuevo no sólo la necesidad urgente del anti-parlamentarismo y de la organización de clase, sino de pasar así de los objetivos puramente antifascistas a los objetivos del Movimiento Comunista, que en su fase de flujo es la revolución Internacional.

Por ello, podemos decir que desde la mitad de los años 60 la Revolución Mundial se impone. Vemos este resurgir revolucionario:

* Mayo 68 en Francia y grandes e importantes huelgas en Italia 69, en la que los sindicatos fueron superados; * En Bélgica, los mineros de Limburgo 69 atacan violentamente los Sindicatos en el curso de una huelga sin precedentes. * Ola de huelgas en Polonia 70-71, en la que los burócratas del Partido Comunista son juzgados y ahorcados. * París 71 importantes huelgas obreras en la Renault y expropiaciones en el Barrio Latino. * Motines en numerosas cárceles en USA, Italia y Francia 72-73, y huelga de mineros y dockers enfrentándose con los poderosos sindicatos ingleses, y revueltas generalizadas, guettos de USA, Japón, etc…

Durante este tiempo, innumerables huelgas salvajes irrumpieron en Europa y América, ganando todos los puntos del globo. Son considerables a nivel mundial las manifestaciones (absentismo en las empresas, sabotaje del proceso de producción, etc.) de la reaparición del proletariado en la escena de la violencia de clase.

En España, las huelgas salvajes y las manifestaciones de rebelión latente se han dejado sentir con toda su fuerza. Desde la destrucción física y moral del proletariado español por el Capitalismo internacional en la guerra civil (1936-1939), la combatividad obrera había llegado a puntos tan elevados:

- 62-65: Creación de Comisiones Obreras a partir de las huelgas salvajes en las minas de Asturias, ataque a la comisaría de Mieres, huelga en transportes y metalúrgicos de Barcelona etc…

- 66-68: Entrismo de todos los partidos y organizaciones tradicionales en Comisiones Obreras, así como tentativa de introducirse en la CNS a partir de ellas e implantar una línea reformista dentro de CC.OO

- 68-70: El Mayo francés y el otoño caliente Italiano con todo su producto grupuscular hacen entrada en el movimiento obrero español con el confucionismo ideológico, recogiendo así su tajada del mismo. Disputas burocráticas en el seno de las CC.OO, escisiones grupusculares, etc.

- 70-73: Grandes luchas proletarias en toda España: Erandio, Granada, Harry-Walker, SEAT, Ferrol, Vigo, Vallès, San Adrián del Besós, Navarra, etc., donde –de forma suscinta [sic]- se rechaza todo control jerárquico sobre la lucha, concretándose en quema de octavillas, expulsión de militantes grupusculares en las Asambleas obreras y violencia generalizada, etc.

El MIL es producto de la historia de la lucha de clases de estos últimos años. Su aparición va unida a las grandes luchas proletarias desmitificadoras de las burocracias –reformistas o grupusculares- que quería integrar esta lucha a su programa de “partido”.

Nace como grupo específico de apoyo a las luchas y fracciones del movimiento obrero más radical de Barcelona. Tiene presente en todo momento la necesidad de apoyar la lucha proletaria y su apoyo como grupo específico es material, de agitación, de propaganda, mediante el acto y la palabra.

En Abril de 1970 el MIL desarrolla una crítica abierta a todas las líneas reformistas e izquierdistas (“EL MOVIMIENTO OBRERO EN BARCELONA”). En este mismo año se desarrolla un trabajo sobre la crítica al leninismo (“REVOLUCIÓN HASTA EL FIN”). Su crítica al dirigismo, grupusculismo, autoritarismo, etc. le lleva en aquel momento a romper con las organizaciones de base que querían apoderarse de las luchas y experiencias llevadas a cabo en común –como la de Harry Walker-, y así grupusculizarse. El MIL a partir del aislamiento político y para su supervivencia político-militar, pasa a tomar compromisos políticos con grupos militares: por ejemplo, con los nacionalistas, que en aquel momento eran los únicos que aceptaban pasar a la lucha armada. Tales compromisos forzados por el aislamiento del grupo, llevaron a olvidar sus perspectivas anteriores.

No hay práctica comunista posible sin lucha sistemática contra el movimiento obrero tradicional y sus aliados. Inversamente, no hay acción eficaz contra ellos si no hay comprensión clara de su función contrarrevolucionaria. Hasta ahora todas las estrategias revolucionarias han tratado de explotar las diversas dificultades encontradas por la burguesía en su gestión del Capital. Cuando han derribado a burguesías débiles, han organizado el capitalismo. Si las burguesías eran fuertes, se han condenado a la miseria. Y es hoy el proletariado quien rechaza estas estrategias e impone la suya: la destrucción del capitalismo, negándose a sí misma como clase. Hoy, la clase obrera ataca al Capital en todas sus manifestaciones de explotación: encuadramiento, autoritarismo, explotación, etc… La única forma posible de acción es la violencia revolucionaria mediante el acto y la palabra.

Sus fracciones más avanzadas se organizan para tareas concretas revolucionarias tanto en fábricas como en los barrios: contra la CNS, contra las CC.OO burocratizadas y reformistas, contra el PCE y los grupúsculos más diversos, situándolos al mismo nivel que los actuales gestores del Capital (la burguesía). La consolidación de la lucha revolucionaria de la clase obrera es la auto-organización en los lugares de trabajo, mediante comités de fábrica, de barrio, y a través de la coordinación y generalización de la lucha aplicando la línea de lucha de clases, la línea comunista. La práctica del MIL va unida pues al desarrollo del Movimiento Comunista formando parte de él. Por ello se propone atacar toda clase de mistificaciones.

La sociedad actual tiene sus leyes, su Justicia, sus Guardianes, sus Jueces, sus Tribunales, sus Prisiones, sus Delitos, su “Normalidad”. Frente a ello, aparecen una serie de órganos políticos (partidos y sindicatos, reformismo e izquierdismo,…), que fingen contrarrestar esta situación cuando en realidad no hacen otra cosa que consolidar la sociedad actual. La justicia en la calle no es más que denunciar y atacar todas las mistificaciones de la actual sociedad (partidos, sindicatos, reformismo, izquierdismo, leyes, justicia, guardianes, jueces, tribunales, prisiones, delitos, es decir, su “normalidad”).

El rechace de este conformismo en la acción práctica lleva de hecho a la constitución de asociaciones de revolucionarios, individual o colectivamente.

Una asociación de revolucionarios es la que lleva hasta sus últimas consecuencias una crítica unitaria del mundo. Por crítica unitaria entendemos la crítica global contra todas las zonas geográficas donde se instalan las diferentes formas de separación socio-económica y también pronunciada contra todos los aspectos de la vida.

No va hacia la simple auto-gestión del mundo actual por las masas sino hacia su transformación ininterrumpida, la descolonización de la vida cotidiana, la crítica radical de la economía política, la destrucción y superación de la mercancía y del trabajo asalariado. Tal asociación rechaza toda reproducción en ella misma de las condiciones jerárquicas del mundo dominante. La crítica a las ideologías revolucionarias no es otra cosa que el desenmascaramiento de los nuevos especialistas de la revolución, de las nuevas teorías que se sitúan por encima del proletariado.

El “izquierdismo” no es más que la extrema izquierda del programa del Capital. Su moral revolucionaria, su voluntarismo, su militantismo, no son otra cosa que productos de esta situación. Van encaminados a comprobar y dirigir la lucha de la clase obrera. Así toda acción que no lleve una perspectiva de crítica y rechace total del Capitalismo, queda dentro del mismo y es recuperada por él. Hoy día, hablar de obrerismo y militantismo, y llevarlo a la práctica es querer evitar el paso al comunismo.

Hablar de acción armada y de preparación de la insurrección es lo mismo: hoy día no es válido hablar de organización político-militar; tales organizaciones forman parte del “racket” político-militar y sus miembros se disponen a asumir la profundización comunista del movimiento social.

Conclusiones definitivas del Congreso de MIL

Agosto 1973

19.1 Post-data:

El terrorismo y el sabotaje son armas actualmente utilizables por todo revolucionario. Terrorismo mediante la palabra y el acto. Atacar al Capital y a sus fieles guardianes –sean de derechas o de izquierdas- tal es el sentido actual de los GRUPOS AUTÓNOMOS DE COMBATE que han roto con todo el viejo movimiento obrero y promueven unos criterios de acción precisos. La organización es la organización de tareas, es por ello que los grupos de base se coordinan para la acción. A partir de tales constataciones, la organización, la política, el militantismo, el moralismo, los mártires, las siglas, nuestra propia etiqueta, han pasado al viejo mundo.

Así pues, cada individuo tomará –como queda dicho- sus responsabilidades personales en la lucha revolucionaria. No hay individuos que se auto-disuelven, es la organización político-militar MIL que se auto-disuelve: es el paso a la historia lo que nos hace dejar definitivamente la prehistoria de la lucha de clases

El fin de las separaciones

El comunismo significa el fin de las separaciones que compartimentan nuestra vida.
La vida profesional y la vida afectiva dejan de oponerse. Ya no existe un tiempo para consumir y un tiempo para producir. Las escuelas, los lugares de producción, los centros de ocio, no son ya universos distintos y extraños entre sí. Éstos desaparecen progresivamente con la desaparición de su función especializada. En el seno del proceso productivo, la jerarquización y el recorte en rodajas de la actividad humana se borran. Ello será el fin de esa situación donde el obrero es el mandado del diseñador, el diseñador el mandado del ingeniero, el ingeniero el mandado de la banca o de la administración.
El acabamiento de estas transformaciones tomará tiempo. No se puede borrar de un solo golpe nuestro cuadro de vida, un cierto tipo de desarrollo tecnológico, unos hábitos y unas deficiencias humanas. Las medidas se impondrán en este sentido, y harán sentir sus efectos a partir de la abolición de la producción mercantil y el asalariado.
La separación entre la vida profesional, por una parte, y la vida efectiva y familiar, por la otra, está ligada al desarrollo del trabajo asalariado. El campesino se vio arrancado de su tierra y de su familia para ser integrado al universo industrial. Antaño, la familia constituía la unidad de vida y producción. El marido y la mujer, pero también los hijos y los ancianos, participaban en los trabajos de la granja y los campos. Cada uno encontraba actividades útiles y al nivel de sus fuerzas.
Los reaccionarios adoran colocarse como defensores de la familia amenazada. Estos cretinos se niegan a ver que es precisamente el orden que ellos defienden lo que la reduce al rol marginal que ha adquirido. Los vínculos de parentesco eran vínculos de ayuda mutua en el plano agrícola. Se extendían bastante más allá de la pareja y su descendencia directa. Actualmente la familia es ya únicamente el lugar de la producción de los hijos. ¡Y aún más! Su rol económico es el de una unidad de consumo. La institución fundamental, la celda básica de las sociedades capitalistas desarrolladas, no es la familia, es la empresa.
Nosotros no pretendemos volver a poner sobre sus pies a la vieja familia patriarcal para hacerle asegurar la producción en el lugar de la empresa capitalista. Los vínculos de sangre fueron capaces de desempeñar un rol importante en el pasado. Ya no corresponden a cosa importante en el mundo moderno.
En la sociedad comunista, para cumplir una actividad productiva o no, la gente no será ya reunida por medio de la fuerza del capital. Se asociará reunida por su gusto común y su afinidad. Las relaciones entre personas tomarán tanta importancia como la producción misma.
Nosotros no afirmamos que los vínculos propiamente amorosos, por una parte, y las relaciones profesionales, por otra, coincidirán. Ello será cuestión de elección y azar. Pero será también mucho más factible de lo que es actualmente.
Algunos quieren ver en el comunismo la puesta en común de las mujeres y los niños. Esto es una estupidez.
Las relaciones amorosas no tendrán otra garantía que el amor. Los niños no serán ya atados a sus padres por la necesidad de comer. El sentimiento de propiedad sobre las personas desaparecerá a la par del sentimiento de propiedad sobre las cosas. Esto es lo que resulta bastante inquietante para aquellos que no imaginan pasar por alto la garantía del gendarme o del cura. El matrimonio desaparecerá en cuanto sacramento estatal. La cuestión de saber si dos... o tres o diez personas quieren vivir juntas e incluso ligarse por un pacto, no concernirá más que a ellas. Nosotros no tenemos que determinar o limitar las formas de vínculos sexuales posibles y deseables. La castidad misma no es algo rechazable. ¡Es una perversión tan estimable como cualquier otra! Lo que importa, además del placer y la satisfacción de las parejas, es que los niños crezcan en un medio que responda a su necesidad de seguridad material y afectiva. Esto no es una cuestión de moralidad.
En los restos de una familia gangrenada por la mercancía, la hipocresía domina. O atribuye al amor lo que no es sino seguridad económica, afectiva o sexual. Las relaciones entre padres e hijos han alcanzado el fondo de la degradación. Bajo el velo de la afección, la voluntad de explotar responde al deseo de poseer. El hijo porta como un grillete las esperanzas de padres con vidas fracasadas. Debe desempeñar el papel de un mono entrenado, aprobar la escuela, mostrarse inteligente y calmado, o activo y pleno de iniciativa. A cambio recibe un poco de afección o dinero en el bolsillo.
Al igual que la familia, remanso de seguridad y amor en un mundo duro y hostil, no escapa a la realidad mercantil, la empresa no se libera de la afectividad. La amabilidad aparente, el puño de mano, ocultan el desprecio, la rivalidad y la explotación. Todo el mundo es bello, todo el mundo es amable, todo el mundo dialoga, pero sobre todo, todo el mundo se jode entre sí.




Traducción de “Fin des separations”, capítulo de Un monde sans argent : le communisme.

domingo, 13 de septiembre de 2015

El poder es logístico. !Bloqueemos Todo!

1. Que el poder reside ahora en las infraestructuras.



Ocupación de la Casba en Túnez, de la plaza Sintagma en Atenas, sede de Westminster en Londres durante el movimiento estudiantil de 2011, cerco del parlamento en Madrid el 25 de septiembre de 2012 o en Barcelona el 15 de junio de 2011, motines a las afueras de la Cámara de Diputados en Roma el 14 de diciembre de 2010, tentativa el 15 de octubre de 2011 en Lisboa de invadir la Assembleia da República, incendio de la sede de la presidencia bosnia en febrero de 2014: los lugares del poder institucional ejercen una atracción magnética sobre los revolucionarios. Pero cuando los insurrectos consiguen investir los parlamentos, los palacios presidenciales y otras sedes de las instituciones, como en Ucrania, en Libia o en Wisconsin, es para descubrir lugares vacíos, vacíos de poder, y con muebles de mal gusto. No es para impedir al “pueblo” “tomar el poder” que se le prohíbe a éste tan ferozmente invadirlos, sino para impedirle darse cuenta de que el poder no reside ya en las instituciones. En ellas sólo hay templos desiertos, fortalezas en desuso, simples decoraciones; y verdaderos señuelos de revolucionarios. El impulso popular de invadir la escena para descubrir lo que pasa entre bastidores tiene vocación de ser decepcionante. Incluso los más fervientes complotistas, si tuvieran acceso a ellos, no descubrirían ningún arcano; la verdad es que el poder simplemente no es ya esa realidad teatral a la que la modernidad nos acostumbró.

Sin embargo, la verdad respecto a la localización efectiva del poder no está para nada oculta; somos únicamente nosotros quienes rechazamos verla en la medida en que eso vendría a desilusionar nuestras más confortables certezas. Basta asomarse a los billetes emitidos por la Unión Europea para percatarse de esta verdad. Ni los marxistas ni los economistas neoclásicos han podido nunca admitirlo, pero es un hecho arqueológicamente establecido: la moneda no es un instrumento económico, sino una realidad esencialmente política. Jamás se ha visto moneda que no esté adosada a un orden político susceptible de garantizarla. Es por esto, también, que las divisas de los diferentes países portan tradicionalmente la figura personal de los emperadores, de los grandes hombres de Estado, de los padres fundadores o las alegorías de carne y hueso de la nación. Ahora bien, ¿quién figura en los billetes de euros? No figuras humanas, no insignias de una soberanía personal, sino puentes, acueductos, archés: arquitecturas impersonales cuyo corazón está vacío. De la verdad respecto a la naturaleza presente del poder, cada europeo tiene un ejemplar impreso en su bolsillo. Ella se formula así: el poder reside ahora en las infraestructuras de este mundo. El poder contemporáneo es de naturaleza arquitectural e impersonal, y no representativa y personal. El poder tradicional era de naturaleza representativa: el papa era la representación de Cristo en la Tierra, el rey, de Dios, el Presidente, del pueblo, y el Secretario General del Partido, del proletariado. Toda esta política personal ha muerto, y es por esto que unos cuantos tribunos que sobreviven en la superficie del globo divierten más de lo que gobiernan. El personal político está efectivamente compuesto de payasos de mayor o menor talento; de ahí el éxito fulminante del miserable Beppe Grillo en Italia o del siniestro Dieudonné en Francia. Con todo, ellos saben al menos divertirte, es incluso su trabajo. Por eso, reprochar a los políticos “no representarnos” no hace sino mantener una nostalgia, además de no decir nada nuevo. Los políticos no están ahí para ello, están ahí para distraernos, ya que el poder está en otra parte. Y es esta justa intuición lo que se vuelve locura en todos los conspiracionismos contemporáneos. El poder está por mucho en otra parte, en otra parte que en las instituciones, pero sin embargo no está oculto. O si lo está, lo está como la Carta robada de Poe. Nadie lo ve porque todos lo tienen, en todo momento, ante sus ojos: bajo la forma de una línea de alta tensión, de una autopista, de una glorieta, de un supermercado o de un software de computadora. Y si está oculto, es como una red de alcantarillas, un cable submarino, fibra óptica corriendo a lo largo de una línea de tren o un data center en pleno bosque. El poder es la organización misma de este mundo, este mundo ingeniado, configurado, diseñado. Aquí radica el secreto, y es que no hay ninguno.

El poder es ahora inmanente a la vida tal como ésta es organizada tecnológica y mercantilmente. Tiene la apariencia neutra de los equipos o de la página blanca de Google. Quien determina el agenciamiento del espacio, quien gobierna los medios y los ambientes, quien administra las cosas, quien gestiona los accesos, gobierna a los hombres. El poder contemporáneo se ha hecho el heredero, por un lado, de la vieja ciencia de la policía, que consiste en velar “por el bienestar y la seguridad de los ciudadanos”, y, por el otro, de la ciencia logística de los militares, tras convertir el “arte de mover los ejércitos” en el arte de asegurar la continuidad de las redes de comunicación y la movilidad estratégica. Absorbidos en nuestra concepción lingüística de la cosa pública, de la política, hemos continuado discutiendo mientras que las verdaderas decisiones eran ejecutadas ante nuestros ojos. Es en estructuras de acero que se escriben las leyes contemporáneas, y no con palabras. Toda la indignación de los ciudadanos sólo puede conseguir chocar su frente aturdida contra el hormigón armado de este mundo. El gran mérito de la lucha contra el TAV en Italia consiste en haber captado con tanta claridad todo lo que se jugaba de político en una simple construcción pública. Es, simétricamente, lo que ningún político puede admitir. Como ese Bersani que replicaba un día a los No TAV: “Después de todo, sólo se trata de una línea de tren, no de un bombardero.” “Una construcción vale por un batallón”, evaluaba no obstante el mariscal Lyautey, quien no tenía competidor para “pacificar” las colonias. Si en todas partes del mundo, desde Rumania hasta Brasil, se multiplican las luchas contra los grandes proyectos de equipamiento, es que esta intuición está ella misma imponiéndose.

Quien quiera emprender cualquier cosa contra el mundo existente, debe partir de esto: la verdadera estructura del poder es la organización material, tecnológica, física de este mundo. El gobierno no está más en el gobierno. Las “vacaciones del poder” que han durado más de un año en Bélgica lo atestiguan inequívocamente: el país ha podido prescindir de gobierno, de representante elegido, de parlamento, de debate político, de asuntos electorales, sin que nada de su funcionamiento normal sea afectado. Idénticamente, Italia ahora marcha desde hace años de “gobierno técnico” en “gobierno técnico”, y nadie se conmueve de que esta expresión se remonte al Manifiesto-programa del Partido Político Futurista de 1918, que incubó a los primeros fascistas.

El poder, ahora, es el orden mismo de las cosas, y la policía tiene a su cargo defenderlo. No resulta simple pensar un poder que consiste en unas infraestructuras, en los medios para hacerlas funcionar, para controlarlas y erigirlas. Cómo oponerse a un orden que no se formula, que no se construye paso a paso y sin rodeos. Un orden que se ha incorporado en los objetos mismos de la vida cotidiana. Un orden cuya constitución política es su constitución material. Un orden que se da menos en las palabras del presidente que en el silencio del funcionamiento óptimo. Cuando el poder se manifestaba por edictos, leyes y reglamentos, dejaba abierta la crítica. Pero no se critica un muro, se lo destruye o se le hace una pinta. Un gobierno que dispone la vida a través de sus instrumentos y acondicionamientos, cuyos enunciados asumen la forma de una calle bordeada de conos y resguardado de cámaras, sólo exige, la mayoría de las veces, una destrucción, a su vez, sin rodeos. De este modo, dirigirse contra el marco de la vida cotidiana se ha vuelto un sacrilegio: es semejante a violar su constitución. El recurso indiscriminado a los destrozos en los motines urbanos indica a la vez la consciencia de este estado de cosas, y una relativa impotencia frente a él. El orden enmudecido e incuestionable que materializa la existencia de una parada de autobús desgraciadamente no yace muerto en trozos una vez que es destruido. La teoría del cristal roto está todavía de pie cuando se han roto todos los escaparates. Todas las proclamaciones hipócritas sobre el carácter sagrado del “medio ambiente”, toda la santa cruzada por su defensa, sólo se esclarece a la luz de esta novedad: el poder se ha vuelto él mismo medioambiental, se ha fundido en la decoración. Es a él a quien se apela para defender en todos los llamamientos oficiales a “preservar el medio ambiente”, y no a los pececitos.
2. De la diferencia entre organizar y organizarse

La vida cotidiana no siempre ha sido organizada. Para esto ha hecho falta, primero, desmantelar la vida, comenzando por la ciudad. Se ha descompuesto la vida y la ciudad en funciones, según las “necesidades sociales”. El barrio de oficinas, el barrio de fábricas, el barrio residencial, los espacios de relajación, el barrio de moda donde uno se divierte, el lugar donde uno come, el lugar donde uno labora, el lugar donde uno liga, y el coche o el autobús para unir todo esto, son el resultado de un trabajo de puesta en forma de la vida que es el estrago de toda forma de vida. Ha sido conducido con método, durante más de un siglo, por toda una casta de organizadores, toda una armada gris de managers. Se ha disecado la vida y el hombre en un conjunto de necesidades, y después se ha organizado su síntesis. Poco importa que esta síntesis haya tomado el nombre de “planificación socialista” o de “mercado”. Poco importa que esto haya acabado en el fracaso de las nuevas ciudades o en el éxito de los barrios branchés o hipsters. El resultado es el mismo: desierto y anemia existencial. No queda nada de una forma de vida una vez que se la ha descompuesto en órganos. De ahí proviene, a la inversa, la alegría palpable que desbordaban las plazas ocupadas de la Puerta del Sol, de Tahrir, de Gezi o la atracción ejercida, a pesar de los infernales lodos del bosquecillo de Nantes, por la ocupación de las tierras en Notre-Dame-desLandes. De ahí la alegría que se vincula a toda comuna. A menudo, la vida deja de estar cortada en trozos conectados. Dormir, luchar, comer, cuidarse, hacer una fiesta, conspirar, debatir, dependen de un solo movimiento vital. No todo está organizado, todo se organiza. La diferencia es notable. Una apela a la gestión, la otra a la atención: disposiciones altamente incompatibles.

Relatando los levantamientos aimaras a comienzos de los años 2000 en Bolivia, Raúl Zibechi, un activista uruguayo, escribe: “En estos movimientos la organización no está separada de la vida cotidiana, es la vida cotidiana desplegada como acción insurreccional.” Constata que en los barrios de El Alto, en 2003, “un ethos comunal sustituyó al antiguo ethos sindical”. Esto es lo que explica en qué consiste la lucha contra el poder infraestructural. Quien dice infraestructura dice que la vida ha sido separada de sus condiciones. Que se han puesto condiciones a la vida. Que ésta depende de factores sobre los cuales no hay ya un punto de agarre. Que se ha hundido. Las infraestructuras organizan una vida sin mundo, suspendida, sacrificable, a merced de quien las gestione. El nihilismo metropolitano es sólo una manera bravucona de no admitirlo. Por el contrario, esto es lo que esclarece lo que se busca en las experimentaciones en curso en tantos barrios y ciudades del mundo entero, y los escollos inevitables. No una vuelta a la tierra, sino una vuelta sobre tierra. Lo que conforma la fuerza de ataque de las insurrecciones, su capacidad de asolar durablemente la infraestructura del adversario, es justamente su nivel de autoorganización de la vida común. Que uno de los primeros reflejos de Occupy Wall Street haya sido ir a bloquear el puente de Brooklyn o que la Comuna de Oakland haya tratado de paralizar con varios miles de personas el puerto de la ciudad durante la huelga general del 12 de diciembre de 2011, dan testimonio del vínculo intuitivo entre autoorganización y bloqueo. La fragilidad de la autoorganización que se esbozaba apenas en esas ocupaciones no debía permitir empujar esas tentativas más lejos. De manera inversa, las plazas Tahrir y Taksim son nodos centrales de la circulación de automóviles en El Cairo y Estambul.

Bloquear esos flujos, era abrir la situación. La ocupación era inmediatamente bloqueo. De ahí su capacidad para desarticular el reino de la normalidad en la totalidad de una metrópoli. En un nivel distinto, es difícil no hacer la conexión entre el hecho de que los zapatistas se propongan actualmente vincular respectivamente 29 luchas de defensa contra proyectos de minas, carreteras, centrales eléctricas y represas que implican a diferentes pueblos indígenas de todo México, y que ellos mismos hayan pasado los diez últimos años dotándose de todos los medios posibles para su autonomía con respecto a los poderes tanto federales como económicos.


3. Del bloqueo.

Un cartel del movimiento contra la ley de contrato de primer empleo en Francia, decía “Es por los flujos que este mundo se mantiene. ¡Bloqueemos todo!”. Esta consigna llevada, en ese tiempo, por una minoría de un movimiento él mismo minoritario, incluso si fue “victorioso”, ha conocido una notable fortuna desde entonces. En 2009, el movimiento contra la “pwofitasyon” que paralizó toda Guadalupe, lo aplicó en grandes proporciones. Posteriormente se vio a la práctica del bloqueo, durante el movimiento francés contra la reforma de las pensiones, en el otoño de 2010, volverse la práctica de lucha elemental, aplicándose paralelamente a un depósito de carburante, un centro comercial, una estación de tren o un sitio de producción. Esto es lo que revela a un determinado estado del mundo.

Que el movimiento francés contra la reforma de las pensiones haya tenido como corazón el bloqueo de las refinerías no es un hecho políticamente despreciable. Las refinerías fueron desde finales de los años 1970 la vanguardia de aquello que se llamaba entonces las “industrias de procesos”, las industrias “de flujos”. Se puede decir que el funcionamiento de la refinería ha servido desde entonces como modelo para la reestructuración de la mayoría de las fábricas. Por lo demás, ya no hace falta hablar de fábricas, sino de sitios, de sitios de producción. La diferencia entre la fábrica y el sitio es que una fábrica es una concentración de obreros, de saber-hacer, de materias primas, destocks; un sitio es sólo un nodo sobre un mapa de flujos productivos. Siendo su único rasgo común que lo que sale tanto de una como de otro ha sufrido una cierta transformación, respecto a aquello que ha entrado en ambos. La refinería es el lugar donde primero se trastornó la relación entre trabajo y producción. El obrero, o más bien el operador, no tiene ni siquiera por tarea en ella el mantenimiento o la reparación de las máquinas, que están generalmente confiadas a interinos, sino simplemente el desplegar cierta vigilancia en torno a un proceso de producción totalmente automatizado. Es un indicador que se enciende y que no debería hacerlo. Es un gorgoteo anormal en una canalización. Es un humo que se escapa de manera extraña, o que no tiene el ritmo que haría falta. El obrero de refinería es una especie de vigilante de máquinas, una figura ociosa e inoperante [désoeuvrée] de la concentración nerviosa. Y lo mismo está sucediendo, tendencialmente, con buen número de los sectores de la industria en Occidente a partir de ahora. El obrero clásico se asimilaba gloriosamente al Productor: aquí la relación entre trabajo y producción está, de manera completamente simple, invertida. Sólo hay trabajo cuando la producción se detiene, cuando un disfuncionamiento le pone trabas y hace falta remediarlo. Los marxistas pueden conseguirse nuevos vestidos: el proceso de valorización de la mercancía, desde la extracción hasta el surtidor, coincide con el proceso de circulación, que a su vez coincide con el proceso de producción, el cual, por otra parte, depende en tiempo real de las fluctuaciones finales del mercado. Decir que el valor de la mercancía cristaliza el tiempo de trabajo del obrero fue una operación tan fructífera como falaz. Tanto en una refinería como en cualquier fábrica perfectamente automatizada, se ha vuelto una marca de ironía ofensiva. Den otros diez años a China, diez años de huelgas y de reivindicaciones obreras, y pasará lo mismo. Por supuesto, no se considerará despreciable el hecho de que los obreros de las refinerías estén desde hace mucho tiempo entre los mejores pagados de la industria, y que sea en ese sector que fue primero experimentado, por lo menos en Francia, aquello que por eufemismo se llama la “fluidificación de las relaciones sociales”, particularmente sindicales.

Durante el movimiento contra la reforma de las pensiones, la mayoría de los depósitos de carburantes de Francia fueron bloqueados no por algunos de sus obreros, sino por profesores, estudiantes, conductores, trabajadores de correos, desempleados. Esto no radica en que esos obreros no tenían derecho a hacerlo. Es sólo porque en un mundo donde la organización de la producción es descentralizada, circulante y ampliamente automatizada, donde cada máquina no es ya sino un eslabón en un sistema integrado de máquinas que la subsume, donde este sistema-mundo de máquinas, de máquinas que producen máquinas, tiende a unificarse cibernéticamente, cada flujo particular es un momento de la reproducción del conjunto de la sociedad del capital. Ya no hay “esfera de la reproducción”, de la fuerza de trabajo o de las relaciones sociales, que sería distinta de la “esfera de la producción”. Esta última, por otra parte, no es ya una esfera, sino más bien la trama del mundo y de todas las relaciones. Atacar físicamente esos flujos, en cualquier punto, equivale por tanto a atacar políticamente el sistema en su totalidad. Si el sujeto de la huelga era la clase obrera, el del bloqueo es perfectamente cualquiera. Es quien sea, quien sea que decida bloquear; y tomar así partido contra la presente organización del mundo.

Casi siempre, es en el momento en que alcanzan su grado de sofisticación máxima que las civilizaciones se desmoronan. Cada cadena de producción se amplía hasta un determinado nivel de especialización por determinado número de intermediarios, que basta con que uno solo desaparezca para que el conjunto de la cadena se encuentre con ello paralizada, incluso destruida. Las fábricas Honda en Japón conocieron hace tres años los más largos períodos de paro técnico desde los años 1960, simplemente porque el proveedor de un chip particular había desaparecido en el terremoto de marzo de 2011, y nadie más era susceptible de producirlo.

En esa manía de bloquear todo lo que acompaña ahora a cada movimiento de magnitud, hace falta leer un claro giro radical de la relación con el tiempo. Observamos el futuro así como el Ángel de la Historia de Walter Benjamin observaba el pasado. “En lo que nos aparece como una cadena de acontecimientos, no ve él sino una sola y única catástrofe, que amontona sin cesar ruinas sobre ruinas arrojándolas a sus pies.” El tiempo que transcurre sólo es percibido ya como una lenta progresión hacia un final probablemente espantoso. Cada década por venir es aprehendida como un paso más hacia el caos climático, del que todos han comprendido bien que se trataba de la verdad del enfermizo “calentamiento global”. Los metales pesados continuarán, día tras día, acumulándose en la cadena alimentaria, al igual que se acumulan los nucleidos radioactivos y tantas otras fuentes de contaminación invisibles aunque fatales. Por eso hace falta ver cada tentativa de bloquear el sistema global, cada movimiento, cada revuelta, cada levantamiento, como una tentativa vertical de detener el tiempo, y de bifurcar hacia una dirección menos fatal.
4. De la investigación.

No es la debilidad de las luchas lo que explica el desvanecimiento de toda perspectiva revolucionaria; es la ausencia de perspectiva revolucionaria creíble lo que explica la debilidad de las luchas. Obsesionados como estamos por una idea política de la revolución, hemos descuidado su dimensión técnica. Una perspectiva revolucionaria no se dirige ya a la reorganización institucional de la sociedad, sino a la configuración técnica de los mundos. En cuanto tal, es una línea trazada en el presente, no una imagen que flota en el futuro. Si queremos recobrar una perspectiva, nos será necesario unir la constatación difusa de que este mundo no puede seguir durando con el deseo de construir uno mejor. Porque si este mundo se mantiene, es primero por la dependencia material en la que cada uno está mano a mano con el buen funcionamiento general de la máquina social, simplemente para sobrevivir. Nos hace falta disponer de un conocimiento técnico profundo de la organización de este mundo; un conocimiento que permita a la vez poner fuera de uso las estructuras dominantes y reservarnos el tiempo necesario para la organización de una desconexión material y política con respecto al curso general de la catástrofe, desconexión que no esté atormentada por el espectro de la penuria, por la urgencia de la supervivencia. Para decirlo lisa y llanamente: en la medida en que no sepamos cómo prescindir de las centrales nucleares y en que desmantelarlas sea un negocio para quienes las quieren eternas, aspirar a la abolición del Estado continuará haciendo sonreír; en la medida en que la perspectiva de un levantamiento signifique penuria segura de cuidados, de alimento o de energía, no existirá ningún movimiento de masas decidido. En otros términos: nos hace falta retomar un trabajo meticuloso de investigación. Nos hace falta ir al encuentro, en todos los sectores, sobre todos los territorios en que habitamos, de aquellos que disponen de los saberes técnicos estratégicos. Es sólo a partir de aquí que algunos movimientos se atreverán verdaderamente a “bloquear todo”. Es sólo a partir de aquí que se liberará la pasión de la experimentación de otra vida, pasión técnica en amplia medida que se asemeja al cambio radical de la puesta bajo dependencia tecnológica de todos. Este proceso de acumulación de saber, de establecimiento de complicidades en todos los dominios, es la condición de un retorno serio y masivo de la cuestión revolucionaria.

“El movimiento obrero no fue vencido por el capitalismo, sino por la democracia”, decía Mario Tronti. También fue vencido por no haber conseguido apropiarse lo esencial de la potencia obrera. Lo que hace al obrero no es su explotación por un patrón, explotación que comparte con cualquier otro asalariado. Lo que hace positivamente al obrero es su dominio técnico, encarnado, de un mundo de producción particular. Hay en ello una inclinación a la vez sabia y popular, un conocimiento apasionado que constituía la riqueza propia del mundo obrero antes de que el capital, viendo el peligro contenido ahí y no sin haber chupado previamente todo ese conocimiento, decidiera hacer de los obreros unos operadores, vigilantes y agentes de mantenimiento de máquinas. Pero incluso aquí, la potencia obrera permanece: quien sabe hacer funcionar un sistema sabe también sabotearlo eficazmente. Ahora bien, nadie puede de manera individual dominar el conjunto de las técnicas que permiten al sistema actual reproducirse. Esto, sólo una fuerza colectiva puede hacerlo. Construir una fuerza revolucionaria, hoy en día, consiste justamente en esto: articular todos los mundos y todas las técnicas revolucionariamente necesarias, agregar toda la inteligencia técnica a una fuerza histórica y no a un sistema de gobierno.

El fracaso del movimiento francés de lucha contra la reforma de las pensiones en el otoño de 2010 nos ha proporcionado la amarga lección de ello: si la CGT (Confédération Générale du Travail) ha llevado la delantera sobre toda la lucha, es en virtud de nuestra insuficiencia sobre ese plano. Le habría bastado con hacer del bloqueo de las refinerías, sector donde aquélla es hegemónica, el centro de gravedad del movimiento. A partir de entonces le estaba permitido en cualquier momento silbar el final del juego, reabriendo las compuertas de las refinerías y liberando así toda presión sobre el país. Lo que hizo entonces falta al movimiento es justamente un conocimiento mínimo del funcionamiento material de este mundo, conocimiento que se encuentra disperso entre las manos de los obreros, concentrado en la cabeza de chorlito de algunos ingenieros y ciertamente puesta en común, del lado adverso, en alguna oscura instancia militar. Si se hubiera sabido destrozar el abastecimiento de lacrimógenos de la policía, o si se hubiera sabido interrumpir un solo día la propaganda televisiva, si se hubiera sabido privar a las autoridades de electricidad, podríamos estar seguros de que las cosas no habrían terminado tan penosamente. Hace falta, por lo demás, considerar que la principal derrota política del movimiento consistió en conceder al Estado, bajo la forma de órdenes prefectorales, la prerrogativa estratégica de determinar quién tendría gasolina y quién estaría privado de ella.

“Si hoy en día te quieres quitar de encima a alguien, tienes que atacar sus infraestructuras”, escribe de manera muy precisa un universitario estadounidense. Desde la Segunda Guerra Mundial, el ejército aéreo estadounidense no ha dejado de desarrollar la idea de “guerra infraestructural”, viendo en los servicios civiles más banales los mejores blancos para poner de rodillas a sus adversarios. Además, esto explica que las infraestructuras estratégicas de este mundo estén rodeadas de un creciente secreto. Para una fuerza revolucionaria, no tiene ningún sentido saber bloquear la infraestructura del adversario si no sabe hacerla funcionar, en caso requerido, en su beneficio. Saber destruir el sistema tecnológico supone experimentar y poner en marcha al mismo tiempo las técnicas que lo hacen superfluo. Volver sobre tierra es, para comenzar, dejar de vivir en la ignorancia de las condiciones de nuestra existencia.

Comité Invisible
Texto incluido en A nuestros amigos (2014)

http://lapeste.org/2015/09/07/comite-invisible-el-poder-es-logistico-bloqueemos-todo/


sábado, 12 de septiembre de 2015

Qué es la comunización

Obviamente en el mundo capitalista, nuestra situación sólo podrá empeorar. Hoy en día, todas y cada una de las denomidas “conquistas sociales" suelen ser impugnadas. La culpa no la tienen una pésima gestión de la economía, ni la codicia desmesurada del empresariado, tampoco ningun defecto de regulación de las finanzas internacionales, sino sencillamente los imparables efectos de la evolución mundial del capitalismo. El jornal, el acceso al empleo, las jubilaciones, los servicios públicos y las asistencias sociales se ven afectados, cada uno a su nivel, por esta evolución: lo que hasta entonces fue concedido no lo será más, y mañana aún menos En todos los sectores el procedimiento es idéntico: la nueva reforma retoma la ofensiva en el punto donde había llegado la reforma precedente. Esta dinámica jamás se invierte, aun cuando se pasa de la "crisis económica" a la prosperidad. Iniciado después de la gran crisis de los años 1970, el movimiento se prosiguió después del regreso del crecimiento en los años 1990 y 2000. Desde entonces, parece muy difícil imaginar que las cosas puedan mejorar, incluso en el muy improbable caso de una" salida de crisis " después del choque financiero de 2008. Sin embargo, frente a esta transformación rápida del capitalismo mundial, la respuesta de la izquierda radical es de una debilidad deprimente. La mayor parte, se colma denunciando " el ultraliberalismo " de los patronos y de los dirigentes políticos, y sigue haciendo como si algunas " conquistas sociales " del período precedente pudieran ser defendidas, e incluso extendidas un poquito, pero sólo volviéndo al capitalismo de ayer, él de los días posteriores a la Segunda Guerra mundial. La propuesta para el futuro, es más o menos el contenido del programa de la Resistencia, adoptado en 1944, (* NDT.Programme du Conseil National de la Résistance, unión de los resistentes contra Alemanes Nazis en Francia: desde los Gaullistas, y otras derechas, a izquierdas y comunistas) como si todavía existiera un nazismo por combatir, y gobiernos dispuestos a soltar algunas migajas, para asegurar la victoria – y por encima de todo, como si en la historia jamás hubiera existido ninguna marcha atrás. Por lo tanto, lo olvidado es el componente del conjunto de las relaciones sociales capitalistas en su dinámica actual. ¿ Por qué la crisis y la "reestructuración" del capitalismo (i.e. los cambios que lo han afectado durante estos cuarenta últimos años) imposibilitan todo regreso de las condiciones anteriores de la lucha? ¿ Y qué podemos deducir de eso para la lucha de hoy? Para responder, un breve rodeo teórico es necesario. El provecho no es tan sólo uno de los aspectos entre muchos de la sociedad capitalista: sino el motor principal, la razón de todo lo que existe en el mundo social. El provecho no es injertado a las actividades humanas y desviado del producto del trabajo por el capitalismo parasitario. Es fuente de todas las actividades, que sin él hasta ni tan sólo existirían - o, mejor dicho, estas actividades humanas existirían de manera tan diferente que no tendrían nada que ver con las observadas actualmente. No se trata de un juicio moral acerca de este estado de hecho sino entender todas sus consecuencias. No es que el provecho sea sistemáticamente favorecido en relación a lo que sería útil, bueno, o benéfico para la sociedad (como la salud, la cultura, etc.) ; es " la utilidad " misma que no puede existir sin el provecho. Nada de lo “noprovechoso” puede ser útil en el capitalismo. O, mejor dicho, todo lo útil puede serlo sólo y cuando su utilidad ofrezca oportunidades de generar provecho. Afirmar, por ejemplo, que " la salud no es una mercancía " es una absurdidad, ajena al menor principio de realidad, en el mundo capitalista. La salud es provechosa sólo porque, por una parte, de manera muy general, porque mantiene en buen estado de marcha a una población trabajadora, y por otra parte, de manera particular, porque es fuente de ingresos para algunos, siendo verdaderamente un sector de la economía y por lo tanto una mercancía, permitiendo así mantener médicos, producir máquinas para analizar el cuerpo humano y levantar hospitales. Desde luego sino fuera así, nada de todo aquello existiría. Para generar provecho, es imprescindible que el valor incluso en las mercancías aumente: el valor de lo producido precisa ser superior al que hubo que gastar (en materias primas, máquinas, locales, transportes...) para producirlo. Pues, si nada se añade, lo utilizado para producir tiene el mismo valor que lo producido. Lo que se añadió, es actividad humana, inteligencia, fuerza, y energía muscular utilizadas para juntar y transformar cosas dispersas en una cosa cualitativamente diferente de las del principio. Dicha actividad debe asumir una forma particular, al fin de comprarse para incorporarse al valor final de lo producido: es la actividad humana en cuanto trabajo, y puede entonces ser comprada por el capital. Pero, y aquí es por dónde el capitalismo no es reparto sino explotación, el valor de la compra de la fuerza de trabajo es inferior al valor que la fuerza del trabajo produce. No se puede distribuir nuevamente todo el valor producido y "devolverlo" al trabajo, porque este valor existe precisamente sólo porque existe disociación entre el trabajo y su producto, lo que permite asegurar su reparto desigual. La existencia de esta disociación entre actividad y riqueza producida socialmente es lo que hace posible el acaparamiento de la segunda. El "valor" de las cosas no es una creación natural, sino social. Pero, muy al revés del credo, no se trata de una creación social neutra que tan sólo existiría por comodidad. Muchos otros medios imaginables, y cómodos sin duda, habrá para fabricar lo que se considera, en una sociedad dada, como imprescindible para la vida humana. El valor se hace necesario sólo en la medida en que es un instrumento de dominación. Permite, en el modo de producción actual, la captación de la actividad de las clases inferiores en beneficio de las superiores. La propria existencia del valor - y de lo que, históricamente, aparece como su representante permanente, es decir el dinero, la moneda - es una necesidad sólo en la medida en que hay que medir lo que se tiene que tomar a unos para darlo a otros. Anteriormente al capitalismo, el valor y el dinero no se encontraban en el corazón de la producción misma, pero señalaban la fuerza de unos y debilidad de otros. El tesoro, el ornamento de los palacios o la rica decoración de las iglesias eran un signo de la potencia social de sus señores, califas o autoridades eclesiásticas. El dinero y el valor, desde los principios de las sociedades de clases, han sido el símbolo de la dominación, hasta devenir su instrumento supremo en el capitalismo. Por lo tanto, ninguna igualdad puede surgir del uso de un medio cuya razón de ser es la desigualdad. Mientras exista el dinero, existirán ricos y pobres, poderosos y dominados, dueños y esclavos. Considerando que la búsqueda del provecho impone que el coste de producción sea lo más bajo posible, pero que lo ya producido, y lo que sirve para producir (máquinas, edificios, infraestructuras), tan sólo puede transmitir su propio valor, la única variable de ajuste es el valor de la fuerza de trabajo. Es imprescindible pues, reducir el valor de la fuerza de trabajo al máximo, al tiempo que sólo la fuerza de trabajo es capaz incrementar el valor. El capitalismo muchas veces logró resolver esta ecuación insoluble bajando el valor de la fuerza de trabajo sólo en forma relativa respecto al valor global producido, pero aumentando siempre en forma absoluta la cantidad de trabajo en movimiento: mediante incremento de productividad, racionalización del trabajo, innovaciones técnicas y científicas. Pero, se necesita entonces un crecimiento de la producción de proporciones gigantescas, en detrimento de muchísimas cosas (los espacios naturales, por ejemplo). Sin embargo, tal crecimiento jamás existe de manera contínua, y las inversiones de tendencia motivan la situación actual. Desde el final de la Segunda Guerra mundial hasta inicio de los años 1970, el capitalismo mundial conoció de hecho, un período particular cuyas características deben analizarse para entender por qué hoy ha desaparecido y por qué, a despecho de las esperanzas de los sindicalistas y gente de izquierdas, jamás volverá. Durante el período posterior a la Segunda Guerra mundial, las destrucciones provocadas por la guerra y las pérdidas de valor de la larga crisis que precedió, creaban una situación favorable para lo que los economistas denominan"el crecimiento ", y que no resulta ser sino esta carrera contradictoria entre la baja relativa del valor del trabajo y su alza absoluta. Las alianzas políticas necesitadas por la alianza antinazi durante la guerra permitían también una forma de división del poder a la vez al nivel mundial (los bloques Este y Oeste) como social en los países occidentales (reconocimiento de una cierta legitimidad a los sindicatos y partidos de izquierdas que representaban el mundo laboral). El " convenio fordista "* 1, que prevalía entonces, consistía conceder un aumento de salarios y del " nivel de vida " en cambio de un fuerte crecimiento de la productividad y dificultad del trabajo. El valor de la fuerza de trabajo utilizada, repartido sobre un mayor número de trabajadores, aumentaba en valor absoluto, pero el valor total de lo producido aumentaba aún más por efecto del crecimiento de la producción. El derrame de todas estas mercancías, base fundamental de la entonces denominada "sociedad de consumo", permitía al exceso de valor aparecida en la producción, cimiento del provecho capitalista, transformarse en capital suplementario en seguida invertido para producir siempre más. El límite reside en este " producir siempre más " que, en un momento dado, implica demasiado capital por valorizar respecto a lo imprescindible por producir y vender para sostener el provecho. De hecho, el equilibrio dinámico se mantuvo durante más de veinte años antes de iniciar, a partir de la mitad de los años 1960, una decadencia progresiva que acabaría por las denominadas crisis "petroleras" de los años 1970. Algunas breves observaciones acerca de este período. Primero, la "prosperidad" fue reservada a Europa occidental, América del Norte y Japón, e incluso en el seno de estos espacios privilegiados fueron excluidas ciertas fracciones del proletariado: así como la mano de obra recientemente inmigrada, intensamente explotada pero poco pagada. Luego, la prosperidad occidental no lograba ocultar que lo concedido al proletariado lo era en calidad de polo dominado en las relaciones sociales capitalistas. El aumento del poder adquisitivo se acompañaba de la venta de un enorme volumen de mercancías estandardizadas y de bajo nivel cualitativo. Entonces es cuando apareció la expresión "sociedad de consumo", muy mal acertada porque se trataba de " sociedad de producción ": era imprescindible un volumen siempre mayor de mercancía en circulación para la alza general del valor global, mientras que bajaba el valor de cada mercancía, por la masificación de la producción, permitiendo una baja del valor relativo de la fuerza de trabajo (se necesitaba menos trabajo para realizar los productos indispensables para la vida del obrero). " La alienación " de la vida cotidiana, analizada y criticada tan a menudo entonces, era la mera consecuencia de los imperativos de la circulación de valor. Si este concepto " de alienación ", muy de moda treinta o cuarenta años atras, se rarefació en el vocabulario contemporáneo, la realidad que describe sigue siendo muy vigente. La alienación es, literalmente, la forma en la que nuestro propio mundo nos parece ajeno (el alíen, palabra derivada del latino, es el otro, y el alienado, es quién ya no es sí mismo). "Producir para producir " es la consigna bajo la cual se nos revela la alienación capitalista. La producción material parece no tener otra meta sino la misma. Pero lo que el capitalismo produce primero, son relaciones sociales de explotación y de dominación. Si el capitalismo aparece como una producción material sin objeto, es porque transpone las relaciones entre personas en unas relaciones entre cosas: la absurdidad de la producción para la producción, como la del aparente poder que los objetos ejercen sobre los hombres,son sólo la imagen, invertida por la racionalidad, de la dominación de una clase sobre otra, es decir de la explotación del proletariado por la clase capitalista. El fin último del capitalismo no es el provecho o la producción para la producción, es la conservación de la dominación de un grupo de seres humanos sobre otro grupo de seres humanos, y al fin de perpetuar esta dominación, el provecho y el " producir para producir " son imperativos que se imponen a ambas clases *2. Con el cambio de época, a partir de los años 1980, si bien prosiguió la alienación, huyó la "prosperidad". La crisis de 1973 puso de manifiesto el ahogo de la dinámica precedente. El capitalismo no podía conceder más alzas de salarios sin recortes de la tasa de provecho. En tanto al proletariado no le bastaba ya lo otorgado por los capitalistas. En los años 1960 y 1970 se levanta una protesta generalizada que ataca el trabajo y a sus condiciones, pero también tantos otros aspectos de la sociedad capitalista. Se asiste entonces a un rechazo del”convenio”en lo más esencial: el aumento del "nivel de vida" en cambio de una sumisión total del proletariado a la producción y al consumo. El cuestionamiento de los viejos organismos de mediación del movimiento obrero, o sea de los sindicatos, partidos comunistas oficiales, tenía el mismo significado: cuestionar el papel de la clase obrera en el convenio fordista. El capitalismo necesitó derribar la mayor parte de lo que había construido en el período anterior, por dos motivos, básicamente idénticos: la baja de la tasa de provecho y el aumento de la protesta social. La crisis y la reestructuración tuvieron este sentido, sobre telón de fondo social y político de una oleada "neoliberal", conservadora y represiva, representada por personalidades como Reagan o Thatcher. Pero no fue el "neoliberalismo" que provocó esta reestructuración: sino la reestructuración necesaria para el proseguimiento la explotación capitalista que se acompañó de este decoro ideológico. En países como Francia por ejemplo, cuyos gobiernos fueran dirigidos por socialistas, tuvieron que cumplir también con las exigencias del capital. Ahora la reestructuración está muy avanzada, quedan muy claros todos sus componentes. En primer lugar, la necesaria baja del costo total de mano de obra, y por lo tanto encontrar fuera de los países occidentales un mercado de mano de obra barata y desprovisto de toda la historia del movimiento obrero. Algunos “países fábricas” precursores, Hong Kong o Taiwán, han abierto camino. El auge financiero y las transformaciones del dinero, que, desde 1971, ya no se basa en el oro *3 – abastecieron el instrumento necesario al desarrollo de un capitalismo integrado en un modo globalizado: unas áreas dedicadas a la fabricación, otras más al consumo y producción de alto nivel, otras abandonadas por supernumerarias respecto a los requisitos de la circulación del valor. Este modo de zonificación se desarolló rápidamente hasta reproducirse fractalmente en el período actual en todas partes del mundo. Los suburbios de aquí son un reflejo de los países periféricos en el comercio mundial: un exceso de humanos, cuya existencia se volvió inútil, y que por lo tanto, tiene que estar vigilada, controlada y acorralada. La competencia global requiere una pérdida de los beneficios adquiridos por parte del proletariado occidental durante el precedente convenio histórico, y puesto que no hay ninguna perspectiva de mejoramiento, al nivel del Estado se imponen pues policía y discurso ultrasecuritario, como respuesta a las desilusiones de unos y de otros. La existencia misma de dicha zonificación demuestra que resulta imposible enfrentar los nuevos países industrializados como India o China, con el esquema del desarrollo a principios de la revolución industrial en Europa. Siguiendo este tipo de raciocinio, algo mecanicista, se considera que la evolución que afectó a la clase obrera del mundo occidental hace uno o dos siglos volvería a observarse, de manera accelerada en estos países. En primer lugar, esta clase explotada y miserable, lucha por aumentos salariales, alcanzando luego un nivel de prosperidad iniciando el círculo virtuoso del crecimiento mantenido por el desarrollo del mercado interior. Pero, por encima de que este desarrollo no sería nada conveniente (considerando los límites a los que estamos llegando, muy probablemente no podría significar sino un desastre ecológico irréparable), de todos modos y en las condiciones actuales, parece imposible. El desarrollo occidental, que no hay que olvidarlo, también se vio favorecido por el saqueo colonial, no puede repetirse al idéntico en una economía, desde el principio integrada globalmente. El mercado interno de la China o de India, a pesar de su espectacular ensanche, no puede absorber todo el crecimiento de dichos países que necesitan desesperadamente las oportunidades y la riqueza occidental, ya que sus activos están constituidos con la deuda de EE.UU. o Europa. Para trasladarlo en un plan más teórico, toda la masa del valor acumulado al nivel mundial (y no sólo en esos países) es la que necesita encontrar su provecho en la producción mundial. El límite alcanzado en los 1970, sigue vigente. Hay demasiado capital por valorizar para regresar al equilibrio dinámico de la expansión de posguerra, y esto es acertado tanto en los nuevos países industrializados como en los países occidentales. La reestructuración del capitalismo tras la crisis de la década de los años 70 consistió, para el capital, en buscar otra forma de agregar valor, reduciendo costos de mano de obra, y hasta el día de hoy sigue siendo así. Tal desarrollo siempre tuvo, para la lucha de clases en los países occidentales, una influencia inmensa. En el período anterior a la crisis de la década de 1970 y a la reestructuración, la lucha del proletariado tenía un doble significado, quizás contradictorio, pero básicamente con la misma premisa. Por un lado, la lucha podía buscar metas inmediatas, como mejorar las condiciones laborales, salarios más altos, incluso hasta más justicia social. Por otro lado, la lucha también tenía como efecto, y a veces como objetivo, fortalecer el poder de la clase obrera contra la clase del capital, y tendencialmente luchar para derrocar a la burguesía. Estos dos aspectos eran conflictivos, y constante el antagonismo entre defensores de la "reforma" y los de la "revolución", pero al cabo la lucha misma podía significar tanto el uno como el otro. Lucha por mejoramientos inmediatos, y lucha por el comunismo se articulaban en torno a la idea que se podría triunfar únicamente con el fortalecimiento de la clase obrera y de su combatividad. Por supuesto, eran muchas las divisiones que atravesaban los debates en el seno del movimiento obrero, entre partidarios de la revolución y los de la reforma, los que apostaban en el papel determinante del partido, otros en el del sindicato, otros en el de las asambleas obreras, los defensores de la revolución inmediata y los de la revolución postergada ... en definitiva, entre leninistas, izquierdistas, anarquistas, etc... Sin embargo, lo que se compartió fue una experiencia de lucha durante la cual el proletariado, aunque sin unanimidad, ni siquiera unido (lo que nunca aconteció ) constituyó una realidad visible y social en la cual cada trabajador podía reconocerse fácilmente e identificarse. Pero ¿ qué ocurre ahora ? El debate entre "reforma" y "revolución" desapareció hace treinta años, porque la base social que le daba sentido desvaneció. La forma que, desde más de siglo y medio, hacía existir subjetivamente el proletariado, el movimiento obrero, se colpasó.. Partidos, sindicatos y asiociaciones de izquierdas se mudaron "ciudadanos" y "republicanos", ideologías vinculadas con la Revolución Francesa, es decir, un período anterior al movimiento obrero. Sin embargo obviamente, ni el proletariado ni el capitalismo, desaparecieron. Pues, ¿de qué se carece? Por supuesto, a primera vista podemos decir que el significado de la victoria es el que puede haber cambiado. Sin idealizar los períodos anteriores, ni subestimar los retrocesos: podemos decir que las luchas de la clase obrera, desde los inicios del capitalismo, lograron cambios reales en su relación con el capital: por una parte, lo que realmente se arrancaba - la regulación de la jornada de trabajo, salarios, etc... - y por otra parte, la organización del movimiento obrero en partidos y sindicatos. El auge del proletariado era la base sobre la cual se apoyaba cada lucha y cada victoria parcial, mientras la derrota podía interpretarse como un dezliz momentáneo hasta la próxima ofensiva. Claro que este auge resultaba ser también, en realidad, el auge de la impotencia: como victorias parciales e institucionalización del papel de los sindicatos han sido factores que alejaban cada día un poco más el horizonte del comunismo, este se convirtió con el tiempo en un porvenir siempre más remoto y nebuloso*4. Pero el marco general de las luchas, aun con sus limitaciones, seguía siendo una potencia de la clase obrera frente a la patronal. Desde hace casi treinta años, las luchas son tan sólo defensivas. Cada victoria significa sólo retrasar la inevitable derrota. La dinámica, por primera vez en dos siglos, consiste tan sólo en una regresión de la potencia de la clase obrera. El emblema actual de la lucha de trabajadores victoriosos es Cellatex: una lucha radical por la indemnización cuando se suprime el empleo. La victoria significa el fin de lo que posibilitó la lucha, - o sea ser empleados de la misma empresa, ahora cerrada - y no el inicio de algo. Pero es más. Las transformaciones del trabajo durante treinta años, como consecuencia del desempleo masivo, han alterado la relación de los empleados al trabajo y por lo tanto la relación del proletariado a sí mismo. El empleo fue perdiendo paulatinamente su estatuto de referencia en el período de la posguerra (lo que confería a la crítica radical del trabajo un contenido crítico de la sociedad capitalista como tal). Uno no ocupa ya un solo empleo en toda su vida. Ninguna carrera es definitiva. Del empleado se espera que "evolucione", se forme, se traslade de lugar de trabajo y de empleo. Lo precario se convierte en norma. El desempleo no es negación del trabajo, sino un tiempo del mismo, un paso que todos los trabajadores experimentarán varias veces en su vida, incluso, para muchos el trabajo es lo que se convierte en un paro parcial adicional y transitorio. Dentro de las empresas, los estatutos y condiciones diferenciadas se multiplican. La externalización de tareas, el uso de maquiladoras y agencias de trabajo interino parcela y divide a los trabajadores en varias categorías. De este modo, se vuelve difícil luchar puesto que, de entrada, la unidad de aquellos que deberían luchar juntos se vuelve problemática, porque en alguna manera ya no se logra considerar como evidente esta unidad, al contrario de lo occurido en el período anterior a la década de 1970, ( aunque no dejaban de ocurrir divisiones). La unidad de los actores en la lucha, ahora es la lucha propia que la construye como medio necesario para sus metas. Esta unidad no se gana de antemano, e incluso después de construirse por un determinado tiempo, sigue sometida a posibles divisiones que existían ya en el período en que dicha unidad estaba presupuesta. La lucha se volvió más difícil es cierto, pero impera otra diferencia aún más importante: y no conlleva resultados idénticos. Debido a que la unidad no se presupone antes de la lucha, no está incluida en los objetivos de la lucha. Una cierta idea de mejorar la condición de los trabajadores o del proletariado en general, ya no forma parte del horizonte de la lucha, o sólo en el horizonte de las luchas defensivas, cuyo fracaso se ha programado (las luchas por las pensiones, por ejemplo). Las luchas son victoriosas, sólo en la medida en que buscan un objetivo inmediato y parcial, individual, diríamos. Con el capitalismo, ya no se obtiene ninguna mejora de nuestra situación colectiva, sino una mejora individual que se sobrepone a la posibilidad de una defensa de la clase obrera y, por lo tanto, sólo puede ser transitoria. Además, el final de la lucha, tanto victoria como derrota, significa el final de la construcción de la unidad en la lucha, y por lo tanto la incapacidad de proseguir la lucha o reanudarla, cuando durante período anterior imperaba una sensación de progresión, que parecía posibilitar la "capitalización" de las luchas, es decir, el resultado de un amontonamiento progresivo y victorioso de las luchas pasadas. Tal vez fuera una ilusión, non obstante, importaba en lo que la gente podía pensar de su propia lucha y de su posibles consecuencias *5. En cierto modo, podemos decir que hoy en día, toda lucha de clases encuentra su límite en la acción de una clase que ya no logra encontrar en su relación con el capital, lo que parecía ser su razón de ser y su potencia: el hecho de representar el trabajo de modo colectivo. Esta relación distante y claramente externa al trabajo, o sea a su ser de proletario, afecta la forma en la que se puede luchar y vencer en la lucha. Lo que se consigue es una pérdida respecto a las condiciones de la lucha. Y todo lo que se pierde es una pérdida también. Esta situación parece definitivamente asentada, y sería un error pensar que, primero debe recuperarse la unidad del proletariado, antes de luchar, para lograr una acción efectiva del mismo. La unidad existe sólo en forma transitoria durante la lucha y entre los actores de la lucha, sin vincularse necesariamente a la pertenencia a una clase común. La "conciencia de clase" no es un dato que podría ser creado nuevamente mediante propaganda política, porque nunca existió, excepto respecto a un estado específico de la relación social capitalista. Esta relación ha cambiado, así pues la conciencia. Hay que tomarlo en cuenta. Y se tiene que tomar todavía más en cuenta esta nueva situación que nos obliga a pensar de nuevo nuestras concepciones del comunismo y de la revolución, y considerar de manera crítica, lo que eran en el período anterior. Cuando, la identidad proletaria se veía, de hecho, reforzada con la relación del proletariado al capital, la concepción de un cambio radical que se imponía masivamente - y ampliamente compartida, de los reformistas a los revolucionarios, anarquistas, marxistas - era la victoria del proletariado sobre la burguesía, como resultado de una movilización de la potencia de la clase de trabajo por diversos métodos (acción y organización, la conquista electoral del poder, la acción del partido de vanguardia, la autoorganización proletaria ...). Esta visión, repito, ofrecía una perspectiva tanto al reformismo como a la revolución, permitiendo más allá de su oposición, situar su lucha en un plan común. Por lo tanto, como ya dicho, tanto la perspectiva revolucionaria como la reformista de antaño fueron juntas en abandonar el terreno de la política oficial. Cuando hoy en día se habla de reforma, desde la derecha hasta la extrema izquierda del abanico político, es reforma de la gestión del capitalismo a lo que alude, y no de realmente reformar, es decir, desembocar a una ruptura con el capitalismo. En un modo indudablemente ideológico, pero cuya existencia era significativa, esta idea rupturista se halla todavía en los programas de los partidos socialistas hasta 1970. Desde entonces, esta perspectiva simplemente se olvidó. Ahora podemos entender que tanto la perspectiva reformista, como la revolucionaria eran callejones sin salida, porque concebían la revolución comunista como la victoria de una clase sobre otra, y no la desaparición simultánea de las clases. Es aquí donde se arraiga la idea tradicional del período de transición, durante el cual el proletariado, ya victorioso, participa a la gestión de la sociedad. Históricamente, sabemos que esta realidad se ha traducido en el asentamiento de un estado capitalista de tipo soviético, donde la burguesía fue sustituida por una clase de burócratas vinculados al Partido Comunista, y donde la clase obrera se mantuvo de hecho explotada y obligada a producir el acrecentamiento de valor exigido. Hay que subrayar sin embargo, que este concepto de período de transición abarca mucho más allá que él estrictamente marxista de "dictadura del proletariado" porque a niveles diferentes, desde los reformistas (que se basaban en una toma del poder por las urnas) y hasta los anarcosindicalistas ( los cuales pensaban en una toma de poder a través de las estructuras sindicales) todos se integran en este marco de pensamiento. Consideraban también que la victoria del proletariado, sea demócraticamente merced a las estructuras estatales, para los reformistas, sea merced a la lucha, con estructuras propias (sindicatos), para los anarcosindicalistas, daría tiempo al proletariado para que su dominación cambie la faz de la sociedad. Resultan ser disidentes de ambos bandos quienes elaboraron una teoría de la revolución y del comunismo como inmediatos. Es a raíz de sus exploraciones teóricas de entonces que se puede, en el período actual y, con la distancia que nos procura la reciente transformación del capitalismo, entender que comunismo sólo puede ser desaparición simultánea de las clases sociales y no victoria, aun transitoria, de una clase sobre otra. Una nueva concepción de la revolución y comunismo brota del período actual, procedente de estas corrientes disidentes críticas que existían en el seno del anterior movimiento obrero. La evolución del capitalismo confirmó la validez de dichas concepciones y su adaptación a la lucha proletaria de hoy. Porque la experiencia cotidiana de la pertenencia de clase del proletario tiende a ser vivida como coacción externa, la lucha por defender su condición llega a confundirse en una lucha contra su propia condición. Surgen, siempre más a menudo, en las luchas, prácticas y contenidos que pueden ser analizados de este modo. No se trata de declaraciones necesariamente espectaculares o radicales. Sin embargo, son prácticas de fuga, luchas donde los sindicatos están desacreditados y abucheados, pero donde no se intenta sustituirlos por otra cosa, porque se considera que no hay nada que poner en su lugar, las reivindicaciones salariales llevan a destruir la herramienta de trabajo (como en Argelia, Bangladesh), luchas donde ya ni se pretende mantener los puestos de trabajo, pero se lucha para lograr indemnizaciones (Cellatex y todo lo que sigue), luchas en que no se reivindica nada, sino se rebela contra todo lo que constituye nuestras condiciones de vida (los "disturbios" en los suburbios franceses en 2005), etc. Poco a poco, en dichas luchas emerge un cuestionamiento, por la lucha del papel que nos asigna el capital. Los desempleados de tal colectivo, los trabajadores de esa fábrica, los vecinos de tal barrio pueden organizarse como desempleados, obreros, vecinos de un barrio, pero muy pronto, esta identidad es precisamente lo que se tendrá que sobrepasar para lograr que prosiga la lucha. La comunidad, la unidad, procede de la propia lucha, y no de nuestra identidad dentro del sistema capitalista. En Argentina, Grecia, Guadaloupe (Antillas francesas), por dondequiera la defensa de una condición particular apareció en gran medida insuficiente, porque jamás cual se quiera condición particular podrá identificarse con una condición general. Incluso el “estatuto precario" no puede servir como figura central en una lucha en la que todos puedan identificarse. No hay ningun "estatuto" del precario por reconocer o defender, porque ser precario, sea una situación sufrida o elegida, o mezcla de ambas, no constituye una nueva categoría social, sino una de las realidades que contribuye a la producción de la pertenencia de clase como coacción externa. La revolución comunista posible hoy en día, sólo puede nacer en este contexto muy particular: ser proletario se vive como una forma externa a lo que uno es, incluso, cuando en el capitalismo, vender su fuerza de trabajo, sea cual fuera la forma de esta venta, significa necesariamente ser proletario. Esta situación desemboca fácilmente a la idea errónea que con una forma de vida más o menos alternativa, fuera del sistema, se puede crear el comunismo. No por casualidad si una minoría, que empieza siendo socialmente siempre más importante en los países occidentales, cae fácilmente en el ensueño y cree oponerse al capitalismo y luchar en contra de esta manera. Sin embargo, la relación social capitalista es la dinámica totalizadora de nuestro mundo, y no permite escaparse tan sencillamente como algunos lo pueden imaginar. La superación de las condiciones existentes sólo puede ocurrir mediante una fase de intensa lucha y insurrección en que las formas de lucha y las formas de la vida futura plasmen juntas sincrónicamente, siendo las segundas nada sino el otro primero. Esta fase, y su actividad específica, proponemos llamarla comunización. La comunización no existe todavía, pero toda la fase actual de la lucha que acabamos de mencionar nos permite hoy hablar de esta. En Argentina, durante la lucha tras los disturbios de 2001, las determinaciones del proletariado como clase de esta sociedad fueron trastornadas: propiedad, comercio, división del trabajo, relaciones hombres/mujeres... La crisis estaba circunscrita a este solo país, esta lucha nunca cruzó las fronteras: sin embargo, la comunización sólo puede existir en una dinámica de ampliación sin fin. Su interrupción significaría su muerte, al menos momentánea. Empero, las perspectivas del capitalismo desde la crisis financiera de 2008 - perspectivas mundialmente oscuras para él - sugieren que la próxima vez el colapso del dinero no se limitará a la Argentina. No por decir que el punto de partida será necesariamente una crisis monetaria, sino más bien que en la situación actual muchos puntos de partida son posibles, y que la grave tormenta monetaria, que en realidad ya esta a punto de llegar, formará indudablemente parte de la crisis. A nuestro modo de ver, la comunización será el momento en que la lucha posibilitará, como un medio para su continuación, la producción inmediata del comunismo. Con el término comunismo, hablamos de una organización colectiva libre de todas las mediaciones que, hasta ahora, la sociedad utiliza para vincular las personas : dinero, estado, valor, clase, etc. Estas mediaciones no tienen otro propósito sino permitir la explotación. Si se imponen a todo el mundo, sin embargo, sólo sirven a unos pocos. El comunismo será el momento en que las personas se relacionen entre sí directamente, sin que sus relaciones interpersonales estén dominadas por categorías a las que todos tengan que someterse. Ni falta decir, este indivíduo no será el indivíduo que conocemos, él de la sociedad del capital, sino una persona diferente producida por una vida con formas diferentes. Para entender este punto, recordemos que el indivíduo humano no es una realidad intangible resultando de la "naturaleza humana", sino un producto social, y que cada período de la historia ha producido un tipo de indivíduo. El indivíduo del capital es él determinado por la proporción de riqueza social que recibe: esa determinación está sujeta a la relación entre las dos clases principales del modo de producción capitalista, el proletariado y la clase capitalista. Esa relación tiene prelación, y el individuo viene producido después, en lugar de que las clases sean, como se cree muy a menudo, una colección de individuos preexistentes. La abolición de las clases será la abolición de las determinaciones que generan el indivíduo del capital: él que disfruta de manera individual y egoísta la parte de riqueza creada en común. Naturalmente, esta no es la única diferencia entre capitalismo y comunismo: la riqueza creada en el comunismo sería cualitativamente diferente de lo que el capitalismo es capaz. El comunismo no es un modo de producción en el sentido en que las relaciones sociales no están determinadas por la forma que toma el proceso de fabricación de los objetos necesarios a la vida, sino por el contrario, se trata de que sean las relaciones sociales comunistas que determinen cómo se fabrican los objetos necesarios. No sabemos, no podemos, y pues no trataremos saber como será concretamente el comunismo. Sólo sabemos lo que va a ser en forma negativa, a través de la abolición de las formas capitalistas sociales. El comunismo es un mundo sin dinero, sin valor, Estado, sin clases, dominación y jerarquía – lo que exige que sean también superadas las formas obsoletas de dominación, integradas en el funcionamiento del capitalismo, como el patriarcado, y que el comunismo sea también la superación tanto de la condición masculinida como de la feminina. Ni falta decir que cualquier forma de división de la comunidad, étnica, racial u otra, no cabe en el comunismo, que de golpe es mundial. No podemos predecir y decidir cuáles son las formas concretas del comunismo, porquenunca las relaciones sociales nacen listas de un cerebro único, tan impresionante sea, pero sólo pueden resultar de una práctica social masiva y generalizada. Esa práctica la llamamos comunización. La comunización no es una meta, no es un proyecto, es nomás un camino, pero en el comunismo la meta es el camino, el medio el fin. La revolución es, precisamente, la salida de las categorías generadas por el modo de producción capitalista. Esta salida ya se está anunciando en las luchas actuales, pero no existe realmente, puesto que sólo una salida masiva que destruye todo por su paso es una salida. La comunización, no podemos dudarlo, será un proceso caótico. La sociedad de clases no va a morir sin defenderse de muchas maneras, y la historia nos enseña que la barbarie de un Estado que busca defender su poder es ilimitada - todo lo más atroz y más inhumano desde los albores de la humanidad fue el hecho de los Estados. Sólo en esta contienda a muerte, y con el ingenio ilimitado que puede liberar la participación individual obrando por su propia liberación, se hallarán los recursos para luchar contra el capitalismo y crear al tiempo el comunismo. Las prácticas revolucionarias de gratuidad, la abolición de las relaciones de valor, de intercambio y de mercado durante la guerra contra el capital, constituyen las armas decisivas para integrar, con medidas de comunización, la mayoría de las clases medias y excluidos de las masas campesinas más pobres, en definitiva, para crear durante la lucha, la unidad del proletariado. También queda claro que la trayectoria de creación del comunismo perecerá tan pronto como se interrumpa. Cualquier forma de capitalización de las "conquistas de la revolución," todas las formas de socialismo, cualquier forma de "transición", concebida como una etapa intermedia previa al comunismo, como una "pausa", producirá una contra-revolución, no de sus enemigos, sino de la revolución misma, y sobre la cual el capitalismo agonizante intentará apoyarse. La superación del patriarcado será, a su vez, un trastorno tal que va a dividir el mismo campo de los revolucionarios, puesto que, no se tratará obviamente de "igualdad" entre hombres y mujeres, sino de abolición pura y simple de las diferencias sociales basadas en el género. Por todas estas razones la comunización se presentará como una "revolución en la revolución". Sólo la multiplicidad de medidas de comunización, llevadas a cabo en cualquier lugar y por diversas personas, generalizarándose por sí mismas sin que nadie sepa quién las inventó o transmitió, proporcionará la forma apropiada de organización de esta revolución. La comunización no será democrática, porque la democracia, incluso "directa" es una forma que corresponde a un solo tipo de relación entre el individuo y el colectivo - precisamente el tipo que el capital ha llevado a su extremo, y con él que el comunismo tiene que romper. Las medidas comunizadoras serán tomadas por todo el mundo y quién sabe quién. Por todos y por cualquier persona: no serán dictadas por ninguna forma de representación, organismo o mediación. Las medidas comunizadoras se impondrán por quienes tomen la iniciativa de buscar una respuesta apropiada a un problema de la lucha - y los problemas de la lucha, serán también los problemas de la vida: alimentación, vivienda, compartir con todos, luchar contra el capital, etc. Debates habrá, habrán diferencias y luchas internas, la comunización también será revolución en el seno de la revolución. Ningún comité resolverá estos conflictos: la situación será la que servirá de para decidir, y, post festum, la historia dirá quién tenía la razón. Esta conclusión puede parecer abrupta, pero no existe otra manera de crear un mundo. 1. Henry Ford, gran empresario estadounidense, había argumentado en los años de entreguerras, la idea de que era necesario incrementar los salarios y la productividad para desarollar tanto la producción, cuanto el mercado que podría absorberla. 2. Incluso a los capitalistas, ya que no dictan las reglas del juego que les hace dueños. 3. En contra lo que la Vulgata de izquierdas nos quiere persuadir, el capitalismo financiero no es en absoluto un crecimiento parasitario del capitalismo productivo. Más bien, al revés, resulta esencial para la existencia del capitalismo productivo mismo. El enorme desarrollo de las finanzas desde la década de 1970, hizo posible, entre otras cosas, la circulación global e instantánea del capital, herramienta necesaria para la integración global de los ciclos de producción y consumo. 4. Algunos libertarios o comunistas asembleistas, no dejaron también de denunciar la traición de los dirigentes sindicales. Sin embargo, tal "traición" estaba inscrita en la institucionalización del movimiento obrero, la cual implicaba la afirmación del poder del proletariado. Los dirigentes sindicales eran traidores en la medida en que, con el fin de fortalecer su propio poder, acordaron jugar cierto papel, pero no fueron ellos su creador. La mera denuncia de su "traición" es insuficiente, ya que podría sugerir que otros líderes, más honestos, podrían haber actuado de otra manera. 5. Las luchas de clase en países recientemente industrializados, como China, India, Bangladesh o Camboya pueden ser diferentes, ya que las luchas de allá, por ejemplo las que tienen como objeto el jornal, todavía permiten victorias de alcance muy amplio - pero jamás lo bastante amplio, en el capitalismo integrado mundialmente, como para modificar verdaderamente las características de las relaciones sociales capitalistas. Estas luchas no son una reanudación de las luchas de la Europa del principio del capitalismo, fuera tan sólo porque ya no pueden encuadrar en la perspectiva revolucionaria que fue la de los años 1840 a los años 1970.